Conversación con Luiz Eduardo Soares[1]

(antropólogo, político y escritor brasileño, coautor del libro Tropa de Elite)

Segunda parte

Fue sobre todo el lenguaje del derecho que, en occidente y en el curso del siglo XX elevó al ser humano individual a la condición de valor supremo, reconociéndolo como portador natural de la dignidad… Pero hay un lado oscuro de la luna: la sustitución del valor por el derecho, del lenguaje moral por la retórica jurídico-política, aproxima el deber moral a la obligación legal

Desde el punto de vista de la salud democrática, se puede afirmar que conviene revalorizar la política, la complejidad de los debates morales, la inalienable libertad de pensar fuera de la circunscripción judicial, no para despreciar la Justicia (Poder Judicial – Nota trad.), sino para no esperar de ella lo que no puede dar, y no transferirle lo que es prerrogativa inalienable de la sociedad: la elaboración autónoma y plural de juicios morales y la formulación independiente de evaluaciones políticas. Si no, jamás cambiaremos lo que haya de errado con las leyes, con la Justicia, con la política y con la vida colectiva. A pesar de las apariencias y las perversiones históricas en Brasil, el Estado nace de la sociedad - no lo contrario”.

La Justicia no fundamentará la
‘verdad’ de los valores y no sustituirá
a la moralidad…
”  L.E.Soares

 



Librevista[2] .
- En la novela de Raymond Chandler “El largo adiós”, el abogado Endicott le dice a un Philip Marlowe preso circunstancialmente por proteger a un amigo: “¿Cómo un hombre puede ser tan ingenuo, Marlowe? Un hombre como Usted, que se supone debe conocer el mundo que lo rodea. La ley no es la justicia. Es un mecanismo muy imperfecto. Si Usted aprieta exactamente los resortes justos, y además tiene suerte, es posible que al final se haga justicia. La ley no ha intentado nunca ser otra cosa que un mecanismo”. ¿Qué piensas?

L.E.S. - Permítanme una larga digresión, necesaria para construir un puente entre el cinismo instrumental de Endicott y la idealización ingenua de la justicia.
Fue sobre todo el lenguaje del derecho que, en occidente y en el curso del siglo XX elevó al ser humano individual a la condición de valor supremo, reconociéndolo como portador natural de la dignidad. Muchos ríos caudalosos desaguaron en ese mar de los derechos humanos. Sostener esa descripción del ser humano como sujeto de derechos exige adhesión de individuos y sociedades a esa pauta, y su transformación en programa político. La retórica de los derechos y la judicialización, incluso incompleta, traen conquistas y dilemas, nuevos horizontes de posibilidades y límites antes ignorados. Al apuntar a la aplicación práctica de valores, el lenguaje de los derechos evoca desafíos propios a la realidad compleja de la vida social: los efectos inesperados, perversos y no intencionales de las acciones sociales, por ejemplo, o los efectos de agregación, problemas caros a los sociólogos. Pero hay también otra consecuencia problemática que merece destaque: el alejamiento entre sociedad y valores. Me explico: entre el valor y el derecho intervienen los procedimientos de traducción del discurso moral al vocabulario de los derechos. Otro tipo de traducción es necesaria cuando se internalizan los derechos haciéndolos positivos, es decir, vigentes en un país. Ya entre los derechos y su aplicación práctica intervienen múltiples mediaciones, orientadas por lógicas propias, atendiendo a dinámicas particulares: aparato judicial en sus diferentes instancias, entidades de la sociedad civil, órganos del poder legislativo (municipal, estatal o federal) - comisiones de derechos humanos -  líderes políticos o partidos, autoridades gubernamentales, medios de comunicación, los actores colectivos y los individuos más directamente interesados ​​en cada caso, etc. Es decir, hay muchos intervalos, lapsos, personas, instituciones, barreras, vocabularios diferentes, entre el valor, enunciado bajo la forma de discurso moral por un individuo, o rumiado en silencio por él, y el derecho integrado al cuerpo legal de un país ("positivado"), metamorfoseado en norma instituida, siendo aplicado, interpretado y debatido en contextos conflictivos particulares.
Pero hay un lado oscuro de la luna: la sustitución del valor por el derecho, del lenguaje moral por la retórica jurídico-política, aproxima el deber moral a la obligación legal. Tal vez no haya otro medio de transportar a la ciudad la adhesión a valores, es decir, de traducir modelos subjetivos ideales a comportamientos de la vida colectiva. Para ello existe ley, política, Estado. Al menos desde Hobbes lo sabemos. Para los otros, persiste la esperanza de que Pascal esté acertado: arrodíllate y creerás. La práctica puede preceder a la persuasión. La ciudad, el contrato social, el orden político, las instituciones, los límites impuestos a las actitudes pueden inducir un gradual acomodamiento subjetivo a los moldes del tipo ideal implicado en el programa moral humanista. Será deseable que esos límites deriven cada vez menos de normas - que colonizan el mundo de la vida, como dice Habermas - y cada vez más de las expectativas de los otros, de la opinión pública, de la cultura. Se transitaría, así, de la judicialización y del mando político hacia un ajuste autogestionario entre acciones individuales y sensibilidad colectiva. Aunque ese espejo crítico comporte el riesgo de degradarse en autoritarismo contra minorías, él estaría vacunado por el contenido libertario de la sensibilidad predominante - cuyo eje, al final, serían exactamente los valores generados por la resistencia a opresiones y autoritarismos.
          Un problema más provocado por la judicialización de los valores morales y políticos: la fijación de la creencia equivocada, pero no por ello menos verosímil y poderosa, de que la Justicia dice la verdad sobre el sujeto. Eventualmente la idolatría de la justicia va todavía más lejos: cabría a ella (si no exclusiva al menos predominantemente) decir esa verdad. ¿Cuáles son las consecuencias de esta fe popular y cuáles son sus causas? Sobre todo, ¿de qué modo ese fenómeno se relaciona con la judicialización de los derechos humanos?
          La principal consecuencia de ese credo es el contagio metonímico de la calidad negativa de determinado acto identificado y penalizado por la Justicia, por la totalidad de la persona. Lo que la Justicia afirma sobre el acto criminal o ilegal es transferido a la persona como su cualidad permanente, esencial y única. Por eso, de "acto criminal" practicado por alguien, se pasa a "persona criminal". El sujeto absorbe la calidad del verbo, aunque el verbo - por ejemplo, robar - se refiera a una acción contingente. En la medida en que la Justicia se vuelve más importante para la organización de la vida pública en el Estado democrático de derecho, más se acentúa la tendencia de conferir al poder judicial el poder de encontrar la aguja de la verdad en el pajar de las versiones. No sólo la verdad de actos y hechos singulares - lo que ya sería inapropiado, sino del propio sujeto, repito.
Para exponer más didácticamente la problemática del efecto metonímico en la calificación judicial de las personas, tomo la libertad de citar un texto largo que me parece bastante esclarecedor:
"... la cárcel es, sobre todo, una prisión sintáctica, que acota un sujeto a un verbo (un acto, un predicado), durante muchos años - en algunos casos para siempre, porque los efectos sobrepasan los muros de la penitenciaría y el tiempo de la sentencia. Ejemplo: Juan mató a una persona. Si cumple una pena privativa de libertad por asesinato, recibirá en la institución penitenciaria la identidad de asesino. Juan será 'el asesino'. Al final, sólo está allí por causa de ese acto y será ese acto que lo acompañará, transformado en adjetivo, calificando aquello que, en el sistema penitenciario, hace de Juan, Juan. O sea, desde el punto de vista de la institución que lo recibe para cumplir la pena y lo vigila día y noche, Juan es 'el que mató'.
"La descripción exclusiva de Juan como ‘aquel que mató’ está en las rejas, en la disciplina, en los mensajes que el escenario hace eco, en el trato que los funcionarios le dispensan, en el alejamiento de la sociedad y de las esferas de la vida en que Juan podría ser algo más o algo menos que 'asesino'. Todo, en la cárcel, recuerda el acto criminal. Todas las prácticas, en la cárcel, remiten a Juan de vuelta para el día, la hora, el lugar del crimen. La prisión es la memoria constante del mal. El control sobre el uso del espacio y del tiempo apunta, en coro, al Juan sujeto del verbo matar. Él mató. El verbo está en el pasado. Pero la pena es presente y arrastra consigo, futuro adentro, el acto pretérito.
"Es verdad que haber matado constituye más que un simple acto entre otros. Corresponde a la pérdida irreversible de una vida. Es un acto abominable e irreparable. Un acto monstruoso. Sin embargo, los actos anteriores y posteriores de Juan pueden, eventualmente, hipotéticamente, merecer adjetivos positivos. Juan no era, necesariamente, un asesino antes de matar, un asesino en potencia, aguardando el instante de liberar al monstruo que traía en sí.
"Decir esto es muy peligroso. Para mí y para ti que me lees. Si no hay una característica natural común a todos los asesinos, que los presiona hacia el peor de los crímenes, cualquiera podría convertirse en asesino. Nadie está libre de actuar como Juan y el pasado limpio no es garantía absoluta de un futuro pacífico. Cualquiera de nosotros puede cometer un acto bárbaro. El monstruo puede estar dormido en un lado oscuro nuestro, que tememos, por intuirlo. O tal vez no haya un lado monstruoso alguno; sólo la incertidumbre sobre la vida, el futuro, lo que somos y lo que haremos de lo que somos.
"Escuchando a Juan contar su historia, percibí que sería perfectamente posible que él, en ocasión de la entrevista, estuviera tan lejos de aquel 'yo' que mató, como tú y yo. Probablemente, otros estarían más cerca de aquel 'yo' dispuesto a matar. Juan, cuando dio la entrevista, no se reconocía en el sujeto que asesinó a una persona. Sin embargo, la prisión lo encadenaba a aquel acto, en aquel momento, como si él permaneciera identificado con la posición moral y psicológica del sujeto que asumió la actitud criminal. Juan era el criminal. Cumplir la sentencia lo hacía ser aquello y nada más. El objeto de la sentencia es sólo objeto de la sentencia hasta que se agota (...).
"La prisión sintáctica (un sujeto encadenado a un predicado) es eterna, justamente porque suprime el tiempo, transformando el acto en expresión del ser, convirtiendo la acción en un estado permanente, haciendo del crimen un retrato verdadero, esencial y definitivo de la naturaleza misma de Juan. Aunque cambie, la sentencia y la prisión lo mantienen conectado al mismo canal, en la misma sintonía del acto criminal" (Soares, Luiz Eduardo - Justiça, pensando alto sobre violência, crime e castigo, Nova Fronteira, 2011).
La Justicia no dice la verdad del sujeto. Si juzgamos a alguien, moralmente, tengamos en cuenta el pronunciamiento judicial sobre sus eventuales actos criminales, pero no renunciemos a nuestra propia evaluación. ¿Por qué propongo este punto de vista? Este es el motivo:
Consideremos un ciudadano de buena vida que engaña a la aduana y se regala con equipamientos contrabandeados para él y su empresa. Comete un crimen, o varios, pero cometer ese delito no lo hace criminal. El epíteto nefando sólo manchará su cuello blanco si fuera encontrado saltando la cerca. Ahí sí, dejará de ser el ejecutivo competente, el emprendedor agresivo, atento a las oportunidades y bien relacionado, adornado con apellido ilustre. Pasará a ostentar el nombre de su acto, contrabandista, criminal, y será destratado por la voz del pueblo: maleante, vagabundo.
Es decir, no es el acto de practicar un crimen que hace de su autor un criminal, sino ser atrapado. Por eso, los padres de la muchacha buscan saber quién enamora a su hija de un modo amplio y sensible, tratando de averiguar qué valores aprecia el pretendiente, lo que él hace, como se porta ante las situaciones del día a día. Los padres no piden los antecedentes del futuro yerno. Sea porque no todo transgresor cae en la malla fina de la Justicia, sea porque no todo ciudadano capturado en ese filtro merece la repulsa moral. Depende. Puede estar involucrado sin culpa en una trama capciosa, pero también puede haber superado la etapa de su desarrollo personal cuando tropezó. Culpa es diferente de responsabilidad. Quien actúa con generosidad con un amigo en quien confía, puede ser traicionado en su lealtad. Por ejemplo, disponiéndose a incluir en su equipaje el paquete que el amigo pide que sea entregado a un pariente. ¿Por qué desconfiar del amigo? Si, en ese caso, el paquete envuelve drogas, eso hace al que transporta responsable, no culpable. La Justicia condenará al intermediario por tráfico, pero la familia de la novia apoyará el matrimonio, entendiendo que el reo merece solidaridad. De igual modo, ¿qué decir de aquella persona que firma el contrato de alquiler como fiador y acaba obligada a resarcir perjuicios? No pudiendo pagar la deuda, responderá en la Justicia y será responsabilizada. ¿Quién, sin embargo, la consideraría culpable de un error moral o de una violación al pacto social, aun reconociéndola pasible de responsabilidad judicial?
Los juicios morales varían mucho y dependen de circunstancias muy específicas. No siempre coinciden con las decisiones de la Justicia, aunque sean adecuadas y que las Leyes aplicadas sean las más justas. No se trata de paradoja, mucho menos de contradicción. La moralidad se rige por principios más sensibles a las variaciones individuales y a la singularidad de cada caso, y toma en cuenta las intenciones y el sentido subjetivo en una extensión que las leyes no pueden hacer. Por más que haya moralidades distintas en una sociedad pluralista, laica y democrática, son diferentes las finalidades de la moral y de la Ley, aun cuando compartan referencias axiológicas. La Ley tiene como objetivo definir reglas del juego para el funcionamiento estable del pacto social, haciendo razonablemente previsible la vida en sociedad, o mejor, transformando la previsibilidad en una expectativa legítima y persuasiva para el común de las personas, como nos enseñaron los filósofos políticos desde Hobbes. La moralidad tiene el objetivo de hacer a las personas, individualmente, mejores para sí mismas y para los demás, haciendo de la reflexión crítica sobre actos previos un mapa que oriente acciones futuras.
La esfera moral es espinosa y complicada, porque en su dominio, valores y comportamientos se mezclan con dinámicas psicológicas y afectivas, movilizando potenciales cognitivos y emocionales, estimulando o inhibiendo el compromiso con experiencias constructivas o destructivas de convivencia. En ese campo tan delicado, de la moralidad, con frecuencia acusaciones culpabilizadoras tienden a deprimir la autoestima y reducir la energía necesaria para el cambio deseable. Por lo tanto, en materia de juicios morales aplicados, muchas veces, menos atribución de culpa es más oportunidad de transformación, es decir, demostraciones de confianza, sin perjuicio del reconocimiento enfático del error, estimulan la corrección de la ruta.
Recordemos: el propósito de la moralidad es mejorar a las personas -entendiendo este verbo desde distintos puntos de vista. Nada que ver con las Leyes, cuya finalidad es estabilizar expectativas positivas, llevando a cada uno a suponer que el futuro inmediato es previsible porque hay reglas y un conjunto de instituciones de seguridad y Justicia supuestamente aptas para garantizar su efectividad. Esta estabilización viabiliza la vigencia del pacto social, preservando el ambiente de negocios indispensable a inversiones, manteniendo firmes los marcos para la cooperación y reduciendo la cuota de miedo y angustia ante las incertidumbres de la vida.
La estructura que describo se articula bajo la forma del Estado democrático de derecho, equilibrado por la división entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. David Hume decía que sólo otro poder limita el poder. Por eso, siguiendo el itinerario concebido por Montesquieu y aplicando el modelo experimentado en las primeras democracias modernas, la Constitución de 1988 organizó el Estado brasileño respetando el principio de las tensas pero indispensables limitaciones recíprocas entre los poderes.
En ese paisaje institucional, ¿cuál es el papel del Poder Judicial? Más específicamente: ¿Cuáles son las relaciones entre verdad y justicia? ¿Dónde entra la moralidad?
Quien busca la verdad, estudia, se convierte en científico o filósofo, se dedica a la investigación. Sabe que, en el horizonte, no está propiamente la verdad, sino el conocimiento posible en aquel momento histórico, que será formulado con los conceptos, los argumentos y los recursos de verificación más convincentes para la comunidad científica mundial, que opera con los mismos criterios de evaluación de la aceptabilidad de las proposiciones formuladas. Quien busca la verdad, con su provisoriedad inevitable, sabe que no hay ciencia de un acontecimiento único, sino conocimiento de la dinámica lógicamente aprehensible que rige el grupo de fenómenos de los cuales determinados acontecimientos singulares pueden ser la manifestación.
De todos modos, nadie, buscando la verdad irá a la Justicia. El poder judicial no es el destino de quien quiere saber; es el destino de quien necesita dirimir una desavenencia, refractaria a la solución "natural" entre las partes, cuando los demás mecanismos accesibles no disponen de legitimidad consensual para todas las partes involucradas, incluyendo el tercer vértice del enfrentamiento: la sociedad. La Justicia es la dirección a la que se dirigen los que necesitan una decisión con fuerza para desatar el nudo - el conflicto insoluble - que paraliza los flujos de acción social y de cooperación.
Cuando la Justicia, ante una guerra de versiones, acoge una y excluye a las demás, o establece una narrativa alternativa sobre determinado hecho o serie de hechos, no lo hace por amor a la verdad, sino por compromiso práctico. Lo que está en juego no es la infinita causa de la investigación, sino la solución de un conflicto. Solución que sirva para, reafirmando la supremacía del Estado, por intermedio de su brazo judicial, restablecer las condiciones de vigencia del pacto social, consagrado en la Carta Magna, distribuyendo responsabilidades, derechos, deberes y reparaciones.
Por supuesto, a la Justicia le es importante descubrir lo que, de hecho, ocurrió, en los casos bajo examen. Es evidente que la decisión más justa será aquella que conjugue el respeto a las normas - siempre reinterpretadas -  endosando el relato más verosímil, entre las versiones que compiten por el sello oficial de la justicia, la insignia de la "acreditación" institucional. Pero la búsqueda de la restauración del hecho tal como realmente sucedió es tan vaga y subjetiva como son las investigaciones sobre eventos singulares, en ambientes reconstruidos por descripciones interesadas, por más que sea viable contar con dispositivos tecnológicos. Estos últimos en el mejor de los casos funcionan como reductores del repertorio de narrativas alternativas plausibles, es decir, de narrativas sostenibles ante la comunidad de los hablantes de la lengua compartida, cuya naturaleza no es sólo lingüística, sino social, cultural y normativa. Por eso, se trata antes que una retórica que interpela la inteligencia y la emoción de los oyentes - juez, jurado, opinión pública - movilizando reacciones relativas a la confiabilidad y la credibilidad de los relatos (y de los relatores), una articulación lógica de proposiciones sobre lo real con pretensiones de verdad. Se observa, sin embargo, que los esfuerzos de elucidación, que anhelan, en el límite ideal, el establecimiento de un consenso, ceden ante la necesidad imperiosa, y legal, de decidir. Y quien decide mira hacia el pasado y el presente, con vistas en el futuro, es decir, con sus consecuencias probables.
Nada que ver con la ciencia y sus atribuciones. Nada que ver con las condiciones de producción de la "verdad". Mientras la ciencia se opone a la ignorancia, la Justicia se opone al conflicto y a los riesgos de que, al estar no dirimido, contagie el pacto e inocule imprevisibilidad en la formación colectiva de las expectativas. La incertidumbre es el umbral de la crisis y, en el marco de agravamiento extremo, es el preámbulo para la conflagración anárquica. El problema de la Justicia es la incertidumbre - que representa el desafío "al orden y al progreso". La ciencia convive bien con la incertidumbre y se resigna a negociar con ella y restringirla, tópicamente. Se alimenta de la incertidumbre como si fuera su combustible. La Justicia ofrece un tratamiento para hechos pasados ​​que dialoguen con el sentido común y acomoden tensiones, apuntando a garantizar la reproducción del orden social en el presente y en el futuro. La ciencia, mientras busca la "verdad", no tiene ningún compromiso con el sentido común, con la regulación de expectativas y con el orden social. Su búsqueda no se limita a plazos reglamentarios, ni está obligada a seguir procedimientos preestablecidos.
Por su parte, al contrario de lo que ocurre en la esfera de la Justicia, la moralidad no se constriñe ante la indecidibilidad y sus efectos: la hesitación, la duda. Por el contrario, se nutre de los dilemas trágicos, tan instructivos para remitirnos a la finitud, nuestra condición ineludible. Por eso, hasta hoy Hamlet es superior a los dogmatismos prêt-à-porter. Nada más enriquecedor, moralmente, que inclinarse sobre las dificultades objetivas que situaciones concretas representan para pautas valorativas. Se aprende que muchas veces no hay una solución, lo que hay es la elección entre valores o formas de violarlos, quedando apenas la reducción de daños. Las aporías no corroen la moralidad, no revelan su ineptitud para el mundo viviente. Por el contrario, muestran cuán imprescindible es la instancia moral para vivir en nuestro mundo, sumidos en contradicciones, y cuán inadecuadas son las simplificaciones que degradan la moralidad en moralismo. Cuando perdemos el sentido moral, perdemos la sensibilidad hacia las contradicciones como tales, es decir, más que desafíos cognitivos, esos laboratorios experimentales para nuestra auto-reinvención y para repensar lo social, siempre de nuevo.
No siempre hay contradicciones. Hay también convicciones morales que se aplican, día a día. Reitero: el registro del juicio moral no coincide con evaluaciones judiciales. ¿Esto significa que sería aceptable renunciar a la supremacía de la Justicia y cambiarla por juicios morales, que varían según sople el viento, códigos culturales, de teorías filosóficas e implicancias personales? Claro que no. Ni hipertrofia del ejecutivo, ni linchamientos: el imperio de la Ley. Por otro lado, la separación entre verdad, justicia y moralidad demuestra que hay espacio para las diferentes modalidades de pensamiento, evaluación y decisión.
Lo importante es que se comprenda lo siguiente: la vigencia de la sentencia judicial, cuyo valor práctico y cuya legitimidad no están en duda, puede afectar dependiendo de las circunstancias, pero no anula la especificidad del juicio moral que se haga respecto de cada caso. Desistir de problematizar, en el campo de los juicios morales, cada acto humano para respetar una decisión judicial sería confundir enteramente el significado del pronunciamiento de la Justicia, que requiere obediencia práctica en la esfera a que se refiere, pero no impone silencio obsequioso a otras indagaciones, otros regímenes de reflexión y evaluación. Una sociedad no puede privarse de pensar y repensar moralmente, como no puede renunciar a invertir en investigaciones científicas, aun cuando ellas amenacen subvertir su autoimagen o las creencias hegemónicas.
No hay ofensa a la Justicia, ni violación legal, cuando alguien se toma la libertad de someter a su propia evaluación la conducta de una persona condenada y concluye que ella es virtuosa.
La Justicia no se pronunció sobre el status moral de esa persona. No puede hacerlo, ni le corresponde hacerlo. La Justicia, vale reiterar, no existe para producir la verdad, ni para medir el calibre moral de los ciudadanos. La sociedad no puede ceder al Estado, a cualquiera de sus brazos o ramificaciones, la preciosa e inalienable libertad de evaluar moralmente y de construir sus representaciones de la verdad: en las ciencias y las filosofías, en las religiones y en las reflexiones públicas y privadas sobre la moralidad. En los embates que resultan de la multiplicidad de tesis y perspectivas sobre la verdad y la moralidad, no cabe la intervención judicial, a menos que traspase las fronteras de las diferencias culturales y políticas, traduciéndose en violencia y violación de derechos. Los conflictos de ideas y evaluaciones morales son irreductibles, inconciliables, interminables e indispensables para la vitalidad democrática.
Desde el punto de vista de la salud democrática, se puede afirmar que conviene revalorizar la política, la complejidad de los debates morales, la inalienable libertad de pensar fuera de la circunscripción judicial, no para despreciar la Justicia, sino para no esperar de ella lo que no puede dar, y no transferirle lo que es prerrogativa inalienable de la sociedad: la elaboración autónoma y plural de juicios morales y la formulación independiente de evaluaciones políticas. Si no, jamás cambiaremos lo que haya de errado con las leyes, con la Justicia, con la política y con la vida colectiva. A pesar de las apariencias y las perversiones históricas en Brasil, el Estado nace de la sociedad - no lo contrario.
La Justicia no fundamentará la "verdad" de los valores y no sustituirá a la moralidad. Por otro lado, el espacio para dilemas y vacilación es parte constitutiva de la propia moralidad, como experiencia de la imaginación y de la empatía, de lo cognitivo y de las emociones, en diálogo con valores. La positivación congela la moralidad bajo la forma de normas y tipificaciones, aunque su aplicación práctica a cada caso particular devuelva la positividad del tipo normativo a las complejidades fluidas y creativas, proyectivas, inciertas y ambiguas de la interpretación - o de la hermenéutica jurídica, como preferirían los expertos. No nos engañemos tampoco con el propio enunciado de los valores, porque ellos no están exentos de interpretaciones, las cuales implican fluidez semántica creativa y variaciones. La interpretación no es operación mecánica de encaje entre hechos y categorías, pues ambos - hechos y categorías -  son objeto de redescripciones en el movimiento de la asignación de sentido.
Como se ve, entre el cinismo de Endicott y la idealización moralista de la justicia, la perspectiva pragmatista de Rorty puede ayudarnos, junto a la historia del pensamiento político, a comprender las contradicciones implicadas en la anteposición de entre resultados prácticos, reglas y valores.

Lv.- Debe decirse, en defensa de Marlowe, que él no estaba preso por la ingenuidad que le adjudica el cínico (y experiente abogado de potentados) Endicott, sino porque moralmente creyó en un amigo acusado de asesinato. También ayudó para que lo soltaran que el policía que lo interrogaba tampoco creía que la verdad fuera producida por la Justicia. Ese es otro actor del sistema de Justicia que podría interpretar la Ley provisto de su moralidad civil y su sensibilidad, concreto a más no poder y lejos de concebir una dignidad “natural” en el ser humano. También los jueces – en su interpretación y relato de hechos delictivos – son atravesados por su moralidad: así pueden juzgar y tipificar un acto de violencia de una manera u otra, investigar más concretamente o textualmente, la jurisprudencia es tan sensible, y condenar a la cárcel por mayores o menores períodos de tiempo, por ejemplo.
Conviene apuntar aquí que los caminos de los investigadores científicos que persiguen un mejor conocimiento no son necesariamente fluídos, ni libres de corporaciones, financiamientos, múltiples mediaciones, ni de elecciones interesadas de programas de investigación.
Como tú explicas muy bien, la adecuada práctica de reglas, búsqueda de resultados y valores implica una madurez colectiva cultural importante, una sensibilidad libertaria predominante, lejana de las rodillas de Pascal, de la creencia de la Justicia como productora de verdad y ajena al dominio y poder del Estado, corporaciones jurídicas, políticas y policiales. Tiene esto que ver con las esperanzas puestas en los intelectuales y ciudadanos para lograr que el sentido de verdad pragmatista forme parte del sentido común. En la justicia como construcción ciudadana. Ese contenido común libertario es la esperanza. ¿Podríamos hablar sobre caminos para generar esa vacuna que mencionas?

L.E.S.- Claro que me encanta el sueño de un entendimiento pacífico e igualitario de la humanidad, en dimensiones planetarias, con respecto a las diferencias y a la libertad. Pero confieso que, tal vez por la formación sociológica y por mis raíces marxistas, temo el idealismo y no creo que soñar ese sueño sea suficiente para indicarnos caminos políticos prácticos o para hacer que el conjunto de la sociedad comparta ese sueño (o lo que correspondería a la realización del sueño). Creo que sería necesario identificar en los procesos históricos, socio-económico-culturales, impulsos, dinámicas, factores que, fortalecidos, pudieran promover transformaciones estructurales. Sabemos que el capitalismo, en sus diversas configuraciones, es atravesado por contradicciones y que, no es raro que logre extraer aliento y combustible de esas tensiones. Sin embargo, me atrevería a decir que hay seis contradicciones que parecen especialmente importantes y con gran potencial destructivo: (1) La profundización de la desigualdad en cuanto el capital financiero lucra y amplía su hegemonía; (2) La ampliación de la participación democrática o la mera vigencia de las instituciones políticas (y mediáticas) democráticas y la fragilidad creciente de las corporaciones rentistas, desde el punto de vista de su legitimidad y sustento político; (3) La profundización de desigualdades entre las naciones, en el contexto de reducción de la soberanía; (4) La globalización de la economía, bajo la dirección del capital financiero, y el bloqueo a la internalización de las instituciones jurídico-políticas, es decir, cada vez más, quien ejerce el poder no está en la esfera de control y elección de la ciudadanía nacional; (5) El choque brutal entre la voracidad irrefrenable predadora del capital y el margen de maniobra, cada vez menor, que queda a la humanidad para salvarse como especie, ante la devastación ambiental y la intensificación de la crisis del clima, anunciando futura hecatombe.
La sexta contradicción es una hipótesis que he formulado en mi libro, O Brasil e seu Duplo (El Brasil y su Doble - Nota Trad.), que debe ser editado en 2018. He aquí como la presento en ese libro inédito: La economía de mercado, cuanto más se compleja y dinamiza, más estimula el desarrollo de lo que se ha convenido llamar individualismo, una forma de vida, de visión de mundo y de relación con los demás cuyas características son el egoísmo, el privilegio exclusivo concedido al interés propio y la competitividad sin límites. Ocurre que ese proceso lleva consigo, a mi juicio, un potencial revolucionario. En otras palabras, la formación del individuo como experiencia subjetiva - correspondiente a la afirmación de la individualidad como categoría cultural, como valor y como sujeto de derechos- abre, a mi juicio, la posibilidad de que los seres humanos se reinventen, creativamente, como si fueran "obras de arte", estilizando sus vidas, rebelándose contra clasificaciones sociales que los aprisionen en los cajones -por ejemplo, de los géneros, entre tantas otras. Por supuesto, esa posibilidad creativa no se inscribe sólo, como contradicción y emergencia disruptiva, en el proceso de desarrollo del capitalismo. Hay otras dinámicas históricas y otras ambiciones culturales - en sociedades originarias, por ejemplo - que presentan afinidades electivas y ofrecen condiciones para la consolidación, más o menos universalizada, de esa modalidad de formación subjetiva. Además, están siempre las excepcionalidades, de que está repleta la historia humana.
            La radicalización de la individualidad puede explotar la conexión obligada cuerpo-sexualidad-género, y ésta es sólo una ilustración del repertorio ilimitado de alternativas abiertas a la creatividad humana. Este cambio exige que la sociedad acepte la auto-descripción siempre contingente y contextual como único criterio de identificación de cada individuo. El cambio implica, por lo tanto, la supresión de preconceptos, estigmas y clasificaciones institucionalizadas. Suprimir el sistema de producción de identidades institucionalizado significa transformar las instituciones y las estructuras de poder, afectando el orden económico.
Esas transformaciones son posibles sólo si la demanda por respeto radical a la individualidad deja de ser individual, solipsista o autorreferida y convertirse en interpelación social en nombre de valores universalizables. Nada más gregario y politizado que el movimiento por el derecho a la auto-creación, hasta porque presupone la defensa de la igualdad, de la universalidad de ese derecho. Y la defensa de ese derecho implica la demanda por la provisión por parte del Estado (cuando y en tanto haya Estado) de las condiciones materiales necesarias para el ejercicio de ese derecho y su fruición universal. El modo de producción capitalista no cabe en este futuro posible: ese individuo (aquí considero el tipo ideal, es decir, el modelo que describiría la nueva realidad) no se confunde con el consumidor, el propietario, el actor racional en el sentido utilitario de la palabra (que actúa exclusivamente calculando costos y beneficios), no es cooptable y no está dispuesto a aceptar pasivamente la naturalización de las instituciones, de las leyes, del poder y del status quo. Se trata de un sujeto resiliente e impetuosamente antihegemónico.
Por lo tanto, no faltan contradicciones al capitalismo y perspectivas de cambios, alimentadas por el indispensable deseo utópico y por la apuesta a los caminos dialógicos - según contexto, se diría, democráticos. La cuestión es politizar, democráticamente, los puntos de inflexión, las tensiones y las dinámicas contradictorias. El maestro Rorty no fue tan lejos, ni se inclinó sobre los límites del capitalismo, pero su liberalismo socialmente comprometido y culturalmente libertario seguirá siendo siempre una referencia para quien sueña con transformaciones profundas, a pesar de las inevitables divergencias. El pensamiento de Rorty será siempre una fuente de inspiración.

 

Lv.- El Juez Moro y el Tribunal de Porto Alegre condenaron a Lula por corrupción pasiva y lavado de dinero. ¿Qué piensas de esto?

L.E.S.- A lo largo de los años, he sido crítico del Partido de los Trabajadores. Hoy, ya no hay dudas de que sectores del PT (no debemos generalizar y cometer injusticias) se involucraron en lo que hay de peor en la política brasileña: canjes clientelísticos (votos por cargos) y corrupción. Sin embargo, lo que se montó en Brasil, con el juicio del ex presidente Lula, es una farsa grotesca, seguida y precedida de violaciones inaceptables a los derechos individuales. Una alianza regresiva entre los grandes medios, políticos venales y las élites económicas, con apoyo de la clase media, alejó del poder a la presidenta Rousseff vía impeachment, coreando en las calles consignas anticorrupción. Al hacerlo, el gobierno fue entregado, irónicamente, por medio de las acciones conducidas por el ex diputado y entonces presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Cunha (actualmente preso y considerado tal vez el mayor corrupto brasileño) al "comité central" de la corrupción política brasileña. Y lo que digo no significa que yo aprobara el gobierno de Dilma, pero el artificio utilizado y los fines perseguidos fueron incalificables.
¿Cuál es el verdadero propósito de esta maniobra parlamentaria? La respuesta está en la agenda del nuevo gobierno: reformas conservadoras, restrictivas de derechos y una política de austeridad que sólo pesa sobre la base de la pirámide social y mantiene intacta las ganancias extorsivas del capital financiero. Además, forma parte de la pauta atender a los intereses tanto del capital internacional como de los predadores de la Amazonia y de los explotadores de las sociedades originarias. Esta agenda oscurantista, antinacional y socialmente regresiva jamás sería implementada con el apoyo del voto popular.
            En paralelo al alejamiento de Dilma, se implementaron esfuerzos importantes y respetables del Ministerio Público y de la Justicia contra la corrupción, hasta que la dinámica se reveló desigual y selectiva. Comenzó el festival de violaciones, desde las más tempranas, y todo estaba justificado, en los medios, en nombre del fin mayor, la lucha contra la corrupción. Grabaron al presidente de la República, fuera del período autorizado, y filtraron. ¡Las filtraciones, ¡ah! las filtraciones ... Sigue la pista de las filtraciones y verás la mano invisible de la orientación política. Por último, llevaron al rector de la Universidad Federal de Santa Catarina al suicidio. Fue simplemente torpe lo que hicieron la Policía Federal, el MP y la Justicia. Después, las conducciones coercitivas en la Universidad Federal de Minas Gerais (todo comenzó con la injustificable conducción coercitiva de Lula para rendir testimonio hace casi dos años). Las violaciones pasaron a ser el día a día de las operaciones. Como siempre se dio, por lo demás, en el tratamiento de otras clases sociales. Hasta que se llega al juicio de Lula. La condena fue bizarra, así como su confirmación en segunda instancia, en tiempo récord, en Porto Alegre (el ex presidente del PSDB, Eduardo Azevedo, envuelto en el llamado mensalão mineiro, fue condenado tras 13 años de las acusaciones, Lula, en seis meses). No defiendo a Lula porque soy de izquierda, y yo lo soy, claro, como demuestra toda mi historia, pero defiendo a Lula como un liberal debería hacer, en nombre de principios y garantías que deberían ser el norte de un Estado democrático de derecho. Si querían un chivo expiatorio, escogieron errado. Van a producir un mártir. La democracia fue profundamente sacudida. Brasil corre el riesgo de sucumbir, porque la derecha está perdiendo los escrúpulos. El futuro inmediato es una incógnita.

 


[1] Luiz Eduardo Soares (12 de marzo de 1954, Nova Friburgo) es un antropólogo, político, cientista político y escritor brasileño. Soares es uno de los mayores expertos en seguridad pública del país.  Fue secretario de Seguridad Pública en Río de Janeiro (1999-2000) durante el gobierno de Anthony Garotinho, y ocupó la Secretaría Nacional de Seguridad Pública en el gobierno de Lula (2003). Diseñó las propuestas para el área de seguridad pública de la senadora y candidata a la presidencia por el Partido Verde, Marina Silva (2010).  Fue cofundador del partido Rede Sustentabilidade con Silva, retirándose del partido en el 2016.
Es co-autor de los best-sellers Elite da tropa (Objetiva, 2006)  y Elite da tropa 2 (Nova Frontera, 2010) y, entre otros, de Justiça (Ediouro, 2012). Espera publicación su libro O Brasil e seu duplo en el 2018.  Justiça y O Brasil .. son citados extensamente por el autor en esta conversación.
Realizó su posdoctorado en filosofía política con Richard Rorty en la Universidad de Virginia (1995-1996)
Fue profesor en UERJ, IUPERJ, Universidade Cândido Mendes y Unicamp, investigador en el Vera Institute of Justice de Nueva York y profesor visitante en varias universidades de Estados Unidos.
Fuentes:  https://pt.wikipedia.org/wiki/Luiz_Eduardo_Soares y otras.

[2] Entrevistan: José Miguel Busquets, Graciela Gómez Palacios y Alejandro Baroni.
Traducción del portugués: José Miguel Busquets
Soares fue profesor de ciencia política de Busquets en IUPERJ, Rio de Janeiro.

 

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