Literatura y violencia x Helena Corbellini Es un mediodía de sol y perfumes de primavera en el aire. Salimos de la biblioteca Giménez, y una tallerista se ofrece a llevarme en su moto. Yo acepto y mientras el vehículo salta por las calles empinadas de Mercedes, me siento como si fuésemos dos adolescentes en busca del destino. Antes de subirme al asiento trasero, ella me ha dado un cuaderno que yo guardo. Sobre el ruido del motor, me cuenta que esas páginas son lo que está escribiendo, que no puede leerlo ante los demás, que es muy íntimo, y en el mismo tono de voz continúa diciendo que su madre se suicidó con arsénico cuando ella tenía cuatro años, que su padre era alcohólico, que la criaron unos tíos que le dijeron que él se había ido del país y un día, ya adulta, descubrió que vivía a pocas cuadras. Todo eso se agita en el aire: el ruido del motor, el mediodía de primavera, y la mamá muerta en esa cuesta arriba en que nos alejamos del río y de la iglesia. Yo la entendí, entendí que su escritura brotaba del sitio celosamente oculto, del violento sitio del dolor, del que nunca quiso hablar con nadie, ni siquiera consigo misma. Después, mientras almorzaba sola, leí el cuaderno destinado a reconstruir una niña que mira sus flamantes zapatos nuevos y no puede alegrarse porque su mamá, en vez de llevarla a la escuela, aprontarle la merienda y atarle los cordones, se conforma con mirarla desde el cielo. Entonces me di cuenta de que la creación empieza desde un sitio violento, desde un sitio tan doloroso que es como si fuésemos una planta a la que arrancan de raíz, y con las raíces que se mantienen en la tierra, lucha por vivir y contempla esas otras raíces secándose en el aire. La escritura empieza en esa mirada de la planta, una planta debatida entre la vida y la muerte, pero que ya al escribir ha elegido vivir con la raíz que le queda. La que se seca allí, ante sus ojos, empieza a ser restituida por un discurso que se alimenta de imaginación y metáforas, de historias y sonidos. Desde esta visión, quienes escribimos nos debatimos en una lucha semejante a la de la Hidra de Lerna: una espada cruel nos arranca una cabeza, nos mutila y tratamos de que renazca. La cabeza que nace tal vez no sea la misma -seguramente no lo es- pero aplaca el asediado corazón. Borges mediante la escritura, combatió su destino de ciego -el castigo mayor para un lector- y pudo ver más que hombre alguno, llegar a leer la escritura del dios en las manchas de la piel del tigre. Se me preguntará de lo que he dicho, dónde está la violencia, porque yo sólo he hablado de hechos ineluctables que forman parte de la madeja de la vida, y tal vez esperan que hable de la violencia social, de la violencia política, de la violencia económica. Esa es la segunda violencia. Digo segunda porque a la violencia original del nacimiento y sus avatares, se suma toda la que este sistema genera. Muchas veces culpamos a los medios de comunicación: enciendo un aparato que me entrega una ficción de balazos, choques y derrumbes. Pongo el informativo y me entrega otra ficción con el cuerpo boca debajo de un viejo sumergido en un arroyo por su compañero de copas, o la declaración informe sobre un bebé muerto a golpes por su padrastro porque con su llanto no lo dejaba dormir. Apago el televisor -he decidido no mirar informativos- salgo a la calle. En las noches más crudas un hombre dormía cubierto de trapos y papeles a veinte metros de mi casa. Necesito escribir esos papeles que cubren el cuerpo sucio y enfermo. De lo que veo en la calle sólo puede nacer una escritura con piojos y costras de sangre y de barro. Las pandillas de niños hambrientos se asoman a las ventanillas de los autos en cada semáforo en rojo, zigzaguean chiquitos entre los coches que arrancan. Una niña con su hermanito se acerca a una mesa para pedir dinero primero, y un pedazo de pizza o un cucurucho de papas fritas, después. Dirigidos por sus padres escalan rejas, saltan techos y roban. Estamos siendo azotados por la violencia impiadosa de la miseria. Y somos abolidos por la violencia imperdonable de la ausencia de valores y por el egoísmo de creer que de nada somos responsables, ya que debe haber otro que ha hecho las cosas así, un maligno genio nacional. Y los que nos sentimos responsables -como ciudadanos, como educadores, como intelectuales- no tenemos ninguna utopía para contarles ni para calmar la conciencia acosada por todavía contar con una cama y dos comidas al día. Voy a la celebración de los 70 años del teatro El Galpón y veo fragmentos de dos funciones: Lázaro de Tormes y Libertad Libertad. Escucho las canciones de Libertad de hace 30 años, llenas de pasión, convencidas de que “seremos dueños de la tierra y el cielo” y sólo veo un reflejo nostálgico de los sesenta. Un documento histórico. En contraposición, el relato del hambre y los malos tratos que recibe el Lazarillo que es de hace cuatro siglos, es de hoy. La literatura anterior a la dictadura -la del 45 y la del 60- opuso a la violencia de la realidad, el proyecto de una sociedad mejor. Fueron más felices, tuvieron de qué agarrarse. Mi generación maduró sin proyecto, escupiendo la bronca de andar con el pelo corto y las faldas largas, reservando los jeans para los domingos, sin poder besarse en las calles, sin poder reunirse más de tres en una esquina, colgándose los amuletos que los presos hacían en sus celdas, leyendo las cartas de los exiliados en una reunión familiar. Escribimos desde la furia del vacío. Nadie puede culparnos por eso. Manchamos de sangre las líneas y las palabras suenan como huesos rotos. La violencia entra a raudales en nuestras páginas. Seríamos estúpidos si le cerráramos la puerta, seríamos ingenuos, o ingratos. Al fin y al cabo la violencia es la mano que mece nuestra cuna. O para decirlo sin ironía: es el oleaje que sacude el barco en este temporal.
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