Esta es una serie de ocho editoriales aparecidos en el periódico Combat en las fechas indicadas del año 1946. La publicación fue editada clandestinamente por el grupo Combat de la Resistencia francesa durante la segunda guerra mundial, y continuó como diario al final de la misma, contando con la participación de Camus durante la ocupación alemana y como editor después de la liberación. La traducción presentada toma como base la de Editorial Reconstruir (Buenos Aires, 1954) y la publicada en www.niusletter.com.ar, con aportes propios de la redacción.
Con disculpas, los textos completos de los artículos donde aparezcan "(...)" están a disposición de los navegantes.
El siglo Diecisiete fue el siglo de las matemáticas, el Dieciocho el de las ciencias físicas y el Diecinueve el de la biología. Nuestro siglo Veinte es el siglo del miedo. Se me dirá que el miedo no es una ciencia. Pero, en primer lugar, la ciencia es en cierto modo responsable de ese miedo, porque sus últimos avances teóricos la han llevado a negarse a sí misma y sus perfeccionamientos prácticos amenazan con destruir la tierra toda. Por otra parte, si el miedo en sí mismo no puede considerarse una ciencia, no hay duda de que es, sin embargo, una técnica.
Lo más característico del mundo en que vivimos es, ante todo y en general, que la mayor parte de los hombres (salvo los creyentes de todo tipo) están privados de futuro. Ninguna vida es válida si no se proyecta hacia el futuro, si carece de una esperanza de madurez y progreso. Vivir contra un muro, tal es la vida de los perros. Pues bien, los hombres de mi generación, y la de ésta que entra en las fábricas y facultades, vivieron y viven cada vez más como perros.
Por supuesto, no es la primera vez que los hombres se encuentran ante un futuro materialmente cerrado. Pero salían adelante, en general, usando la palabra y el grito. Recurrían a otros valores en los que depositaban sus esperanzas. Hoy nadie habla ya (salvo los que se repiten) porque el mundo nos parece conducido por fuerzas ciegas y sordas que no oyen las advertencias, los consejos ni las súplicas. Algo en nosotros fue destruido por el espectáculo de los años que acabamos de pasar. Y ese algo es la eterna confianza del hombre, que le ha hecho creer siempre que se podía obtener de otro hombre reacciones humanas hablándole el lenguaje de la humanidad. Nosotros vimos mentir, envilecer, matar, deportar, torturar y ni una vez fue posible persuadir a quienes lo hacían que dejaran de hacerlo, porque estaban seguros de sí mismos y porque no se persuade a una abstracción, es decir al representante de una ideología.
El largo diálogo de los hombres acaba de cortarse. Y, por supuesto, un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo. Así, al lado de los que no hablaban porque lo consideraban inútil, se estableció y se establece una inmensa conspiración de silencio, aceptada por los que tiemblan y se dan buenas razones para ocultarse a sí mismos que tiemblan, y suscitada por quienes tienen interés en hacerlo. "No debes hablar de la depuración de los artistas en Rusia porque eso le hará el juego a la reacción" "Debes callarte acerca del sostenimiento de Francia por los anglosajones porque eso le hará el juego al comunismo". Bien decía yo que el miedo es una técnica.
Entre el miedo muy general a una guerra que todo el mundo prepara y el miedo particular a las ideologías homicidas, lo cierto es que vivimos en el terror, porque la persuasión ya no es posible; porque el hombre fue entregado completamente a la historia y no puede volverse hacia esa parte de sí mismo, tan verdadera como la parte histórica y que encuentra ante la belleza del mundo y de los rostros; porque vivimos en el mundo de la abstracción, de las oficinas y de las máquinas, de las ideas absolutas y el mesianismo sin matices. Nos asfixia esa gente que cree tener la razón absoluta, ya sea en sus máquinas o en sus ideas. Y para todos aquellos que no pueden vivir sino en el diálogo y la amistad de los hombres, este silencio es el fin del mundo.
Para salir de este terror sería necesario poder reflexionar y actuar siguiendo la propia reflexión. Pero el terror no es justamente un clima favorable para la reflexión. Yo creo, sin embargo, que en lugar de echar toda la culpa a ese terror, hay que considerarlo como una realidad y tratar de hacer algo. No hay nada más importante, en la medida que concierne a una gran cantidad de europeos a quienes, cansados de violencias y mentiras, frustrados en sus más caras esperanzas, les repugna la idea de matar a sus semejantes, como medio para convencerlos, así como les repugna la idea de ser convencidos de la misma manera. Sin embargo, esta es la alternativa ante la cual se halla una gran cantidad de hombres en Europa, que no son de ningún partido, o que no se encuentran cómodos en aquel que han elegido, que dudan que el socialismo haya sido realizado en Rusia, o el liberalismo en América, que reconocen, sin embargo, a éstos y aquellos el derecho de afirmar su verdad, pero les niegan el de imponérsela por el asesinato individual o colectivo. Entre los poderosos de estos días, éstos son hombres sin reino. Ellos no podrán hacer admitir (no digo triunfar, sino solamente admitir) su punto de vista y no podrán encontrar su patria, sino cuando se hagan concientes de lo que quieren y lo digan con bastante fuerza y sencillez para que sus palabras puedan ser un estímulo para la acción. Y aunque el miedo no es clima para la reflexión justa, les será necesario, ante todo, encararse con el miedo.
Encararse con el miedo obliga a ver lo que él significa y lo que rechaza. El miedo significa y rechaza la misma cosa: un mundo donde el asesinato está legitimado y donde la vida humana se considera sin importancia. He aquí el gran problema político del presente. Antes de continuar hay que tomar posición respecto al mismo. Previamente a todo desarrollo hay que plantear estas dos cuestiones: "¿quiere usted ser muerto o violentado, directa o indirectamente? ¿sí o no? ¿quiere usted matar o violentar, directa o indirectamente, sí o no?
Todos aquellos que respondan NO a estas dos preguntas, se embarcan automáticamente en una serie de consecuencias que deben modificar su manera de plantear el problema. Mi propósito es clarificar sólo dos o tres de estas consecuencias. Mientras, el lector de buena voluntad puede interrogarse y responder.
Habiendo dicho un día que yo no podría admitir, después de la experiencia de los dos últimos años, ninguna verdad que pudiera ponerme directa o indirectamente en la obligación de hacer condenar a un hombre a muerte, algunos espíritus que he estimado alguna vez me hicieron notar que yo era un utopista, que no había verdad política que no nos llevara un día al extremo de matar y que por consiguiente había que correr el riesgo de llegar a tal extremo o bien aceptar el mundo tal cual era.
Este argumento estaba presentado con energía. Pero creo, en primer lugar, que si lo hacían con tanta energía era porque carecían de imaginación para la muerte ajena. Es este un defecto de nuestro siglo. Así como se ama hoy por teléfono, y se trabaja, no ya sobre la materia, sino sobre la máquina, se mata y se muere por delegación. La respetabilidad gana con ello, en perjuicio del conocimiento. Sin embargo, ese argumento posee otra fuerza, aunque indirecta: plantea el problema de la utopía. En suma, las personas como yo no aspiran a un mundo donde no se mate (no somos tan locos) sino donde el crimen no esté legitimado. Nos encontramos aquí en plena utopía y contradicción. Pues ocurre, justamente, que vivimos en un mundo donde el crimen está legitimado y debemos cambiar ese mundo, si no queremos que sea así. Pero parece ser que no se le puede cambiar sin correr el riesgo de matar. El crimen nos vuelve, pues, al crimen, y continuamos viviendo en el terror, ya sea que lo aceptemos con resignación o bien que pretendamos suprimirlo por medios que traerían consigo otro terror.
A mi juicio, todo el mundo debería reflexionar sobre esto. Porque lo que me impresiona en medio de las polémicas, las amenazas y los estallidos de violencia, es la buena fe de todos. De la derecha y la izquierda, descontando algunos simuladores, más o menos todos consideran que su verdad es la única adecuada para hacer la felicidad de los hombres. Y, sin embargo, la conjunción de esas buenas voluntades conduce a ese mundo infernal donde los hombres son todavía asesinados, amenazados, deportados; donde la guerra se está preparando y donde es imposible decir una palabra sin ser insultado o traicionado al instante. Es necesario, pues, llegar a la conclusión de que, si personas como nosotros viven en la contradicción, ellas no son las únicas y que quienes las acusan de utópicas viven quizás una utopía diferente, pero más costosa al fin.
Hay que admitir entonces que nuestra negativa a legitimar el crimen nos obliga a reconsiderar nuestra noción de la utopía. A ese respecto, creo que se puede afirmar lo siguiente: la utopía es lo que está en contradicción con la realidad. Desde ese punto de vista sería completamente utópico pretender que nadie mate a nadie. Es una utopía absoluta. En cambio, pretender que el asesinato no sea legitimado es una utopía en grado menor que aquélla. Por otra parte, las ideologías marxista y capitalista, basadas ambas en la idea del progreso, convencidas ambas de que la aplicación de sus principios debe llevar fatalmente al equilibrio de la sociedad, son utopías en un grado mucho más elevado. Y, además, nos están costando muy caras.
Cabe llegar a la conclusión de que el combate que se producirá en los próximos años se entablará, prácticamente, no ya entre las fuerzas de la utopía y las de la realidad, sino entre utopías diferentes que tratan de insertarse en lo real y entre las cuales sólo se trata de elegir a las menos costosas. Es mi convicción que no podemos razonablemente proponernos salvarlo todo, pero que al menos podemos proponernos salvar los cuerpos, para que el porvenir sea posible.
Se ve, entonces, que el hecho de rechazar la legitimación del asesinato no es más utópico que las actitudes realistas del momento. Todo consiste en saber si estas últimas resultan más o menos costosas. Este es un problema que también debemos ajustar, y se me permitirá pensar que puede ser útil definir las condiciones que son necesarias para pacificar los espíritus y las naciones, en relación con la utopía. Esta reflexión, siempre que se haga sin temor como sin pretensiones, puede ayudar a crear las condiciones de un pensamiento justo y de un acuerdo provisional entre los hombres que no quieren ser víctimas ni verdugos. No trataremos ciertamente de definir en los capítulos siguientes una posición absoluta, sino tan sólo de refrescar algunas nociones hoy tergiversadas y de realizar el planteo de la utopía lo más correctamente posible. Se trata, en suma, de definir las condiciones de un pensamiento modesto, es decir, libre de todo mesianismo, así como de la nostalgia del paraíso perdido.
(…) O bien (los socialistas) admitirán que el fin anula los medios, y por lo tanto el asesinato puede ser legalizado, o bien renunciarán al marxismo como filosofía absoluta, limitándose a retener el aspecto crítico, a menudo todavía válido. Si eligen el primer término de la alternativa, la crisis de conciencia terminará y las situaciones serán clarificadas. Si admiten el segundo, demostrarán que esta época marca el fin de la ideologías, es decir, de las utopías absolutas que se destruyen a sí mismas en la historia, por el precio que terminan por costar. Será necesario elegir entonces otra utopía, más modesta y menos ruinosa. Es así, al menos, como la negación de legitimar el crimen obliga a plantear el problema. Sí, esta es la cuestión que es necesario plantear y nadie, yo creo, responderá con ligereza.
Es evidente para todos que el pensamiento político se encuentra cada vez más superado por los acontecimientos. Los franceses, por ejemplo, empezaron la guerra de 1914 con los medios de la guerra de 1870 y la guerra de 1939 con los medios de 1918. Pero también es cierto que el pensamiento anacrónico no es una especialidad francesa. Bastará subrayar aquí que, prácticamente, los grandes políticos de hoy día pretenden regular el porvenir del mundo según principios formados en el siglo Dieciocho en lo que respecta al liberalismo capitalista, y en el siglo Diecinueve en los referentes al socialismo llamado científico. En el primer caso, un pensamiento nacido en los primeros años del industrialismo moderno y en el segundo, una doctrina contemporánea del evolucionismo darwiniano y del optimismo renaniano, se proponen encarar la época de la bomba atómica, los cambios bruscos y el nihilismo. Nada podría ilustrar mejor el retroceso cada vez más desastroso que se produce entre el pensamiento político y la realidad histórica.
Por cierto, el espíritu está siempre retrasado respecto al mundo. La historia corre mientras el espíritu medita. Pero este retraso inevitable crece hoy en proporción a la aceleración histórica. El mundo ha cambiado mucho más en los últimos cincuenta años que en los doscientos anteriores. Y se ve al mundo empeñarse hoy en arreglar los problemas de fronteras cuando todos los pueblos saben que hoy las fronteras son abstractas. Es sin embargo el principio de las nacionalidades el que pareció reinar en la conferencia de los veintiuno.
Debemos tener en cuenta esto en nuestro análisis de la realidad histórica. Centramos hoy nuestras reflexiones en el problema alemán, que es un problema secundario en comparación con el choque de imperios que nos amenazan. Pero si mañana nosotros concibiéramos las soluciones internacionales en función del problema ruso-americano, arriesgaríamos nuevamente a ser sobrepasados. El choque de imperios ya está en trance de ser superado en comparación con el choque de civilizaciones. Desde todos lados, en efecto, las civilizaciones coloniales hacen oír su voz. Dentro de diez años, de cincuenta años, será la preeminencia de la civilización occidental la que será puesta en duda. Se impone, pues, pensar en ello enseguida y abrir el parlamento mundial a esas civilizaciones, a fin de que sea verdaderamente universal, y universal el orden que consagre. (…)
Estas perspectivas son utópicas a los ojos de algunos, pero para todos aquellos que se niegan a aceptar la posibilidad de una guerra, es este conjunto de principios el que conviene afirmar y defender sin ninguna reserva. En cuanto a saber los caminos que nos pueden llevar a una tal concepción, ellos no pueden imaginarse sin la reunión de los antiguos socialistas y los hombres de hoy solitarios a través del mundo.
Es posible, en todo caso, responder una vez, y para terminar, a la acusación de utopía. Para nosotros, la cosa es simple: o la utopía o la guerra, tal cual nos la preparan los métodos de pensamiento anticuados. El mundo debe elegir hoy entre el pensamiento político anacrónico y el pensamiento utópico. El pensamiento anacrónico está en trance de matarnos. Desconfiados como somos (y como soy yo), el espíritu de realidad nos obliga, pues a volver a esta utopía relativa. Cuando ella sea incorporada a la historia, como muchas otras utopías del mismo género, los hombres no imaginarán ninguna otra realidad. Tan cierto es que la historia no es más que el esfuerzo desesperado de los hombres por dar un cuerpo a sus sueños más clarividentes.
(…) Sí, debemos quitar su importancia a la política interna. No nos libraremos de la peste aplicando cataplasmas. Una crisis que destroza al mundo entero debe solucionarse a una escala internacional. El orden para todos, con miras a disminuir para cada uno el peso de la miseria y el miedo, es por hoy nuestro objetivo lógico. Pero esto exige acción y sacrificio; es decir, hombres. Y si bien hay muchos hombres hoy que, en el secreto de su corazón, maldicen la violencia y la masacre, no hay muchos que quieran reconocer que eso les fuerza a reconsiderar su pensamiento y su acción. Para aquellos que quieran sin embargo hacer este esfuerzo, encontrarán en él una esperanza razonable y un camino para la acción. (…)
El nuevo movimiento por la paz del cual hablo debería poder articularse en el interior de las naciones sobre comunidades de trabajo y, por encima de las fronteras, sobre comunidades de reflexión, de las cuales las primeras según contratos de amigo a amigo, sobre el modelo cooperativo, abarcarían el mayor número posible de individuos y las segundas ensayarían definir los valores en que vivirá este orden internacional, al mismo tiempo que abogarían por él en toda ocasión. Más precisamente, la tarea de estos últimos sería de oponer palabras claras a las confusiones del terror, y definir al mismo tiempo los valores de un mundo pacificado. Un código de justicia internacional, cuyo primer artículo sería la abolición de la pena de muerte, una aclaración de los principios de diálogo necesarios a toda civilización, podrían ser los primeros objetivos. Este trabajo respondería a las necesidades de una época que no encuentra en ninguna filosofía las justificaciones necesarias a la sed de amistad que arde hoy en los espíritus occidentales. Pero es evidente que no se trata de edificar una nueva ideología. Se trata solamente de reencontrar un modo de vida.
Estos son, en fin, motivos de reflexión, y yo no puedo extenderme sobre ellos en el espacio de este trabajo. Pero, para hablar más concretamente, digamos que los hombres que decidieran oponer, en todas las circunstancias, el ejemplo al poder, la predicación a la dominación, el diálogo al insulto, y el simple honor a la astucia; que rehusaran todas las ventajas de la sociedad actual y no aceptaran sino los deberes y las cargas que les ligan a otros hombres, que se dedicaran a orientar la enseñanza, sobre todo, la prensa y la opinión, enseguida, siguiendo los principios de conducta a los que se ha hecho referencia aquí, estos hombres no se esforzarían en un sentido utópico, es evidente, sino según el más honesto realismo. Ellos prepararían el porvenir; por ello, harían caer desde hoy, todos los muros que nos oprimen. Si el realismo es el arte de tener en cuenta a la vez el presente y el futuro, de obtener un máximo sacrificando un mínimo ¿quién no percibe que la realidad más deslumbrante estaría de su parte?
Si estos hombres se levantarán o no se levantarán no lo sé. Es probable que la mayor parte de ellos reflexionen en este momento y eso está bien. Pero es seguro que la eficacia de su acción no se separará jamás del coraje con que acepten renunciar para el futuro inmediato de algunos de sus sueños, para no preocuparse sino de lo esencial, que es la salvación de las vidas. Y llegado aquí, será necesario, antes de terminar, levantar la voz.
Sí, será necesario levantar la voz. Me he prohibido hasta ahora apelar a las fuerzas del sentimiento. Lo que nos destroza ahora es una lógica histórica que hemos tejido pieza a pieza y cuyos nudos acabarán por ahorcarnos. No es el sentimiento el que puede cortar los nudos de una lógica que no razona, sino solamente una razón que razone dentro de los límites que ella se fija. Pero no querría, en fin, dejar creer que el porvenir del mundo no necesita de nuestras fuerzas de indignación y de amor. Sé bien que a los hombres les son necesarios grandes móviles para ponerse en marcha y que es difícil ponerse en movimiento para un combate cuyos objetivos son tan limitados, y en los que la esperanza no tiene más que una parte apenas razonable. Pero no se trata de arrastrar a los hombres. Lo esencial, por el contrario, es que ellos no sean arrastrados y que sepan bien lo que hacen.
Salvar lo que puede ser todavía salvado, para tornar el porvenir posible simplemente, he aquí el gran móvil, la pasión y el sacrificio exigidos. Esto requiere solamente que se reflexione y decida claramente si es necesario agregar sufrimientos a los hombres para fines siempre indiscernibles, si es necesario aceptar que el mundo se cubra de armas y que el hermano mate de nuevo al hermano, o si es necesario, en cambio, ahorrar tanto como sea posible la sangre y el dolor para dar solamente su oportunidad a otras generaciones que estarán mejor preparadas que la nuestra.
Por mi parte, yo creo estar casi seguro de haber elegido. Y habiendo elegido, me pareció que debía hablar, decir que no sería nunca de aquellos, cualesquiera sean, que se adaptan al crimen y sacan de allí las consecuencias que les convienen. He terminado y me detendré, entonces, hoy. Pero, sin embargo, yo quisiera que quede bien claro con qué espíritu hablé hasta ahora.
Se nos exige amar u odiar tal o cual país o tal o cual pueblo. Pero algunos de nosotros sentimos demasiado bien nuestras semejanzas con todos los hombres para aceptar esta elección. La única manera de amar al pueblo ruso, en reconocimiento de lo que jamás ha dejado de ser, es decir, la levadura del mundo desde donde habla Tolstoi y Gorki, no es la de desearle las aventuras del poder, sino la de ahorrarle, después de tantas pruebas pasadas, un nuevo y terrible derramamiento de sangre. Lo mismo para el pueblo americano y para la desgraciada Europa. Esta es la clase de verdades elementales que se olvidan entre los furores del presente.
Sí, lo que hay que combatir hoy es el miedo y el silencio, y con ellos la separación de los espíritus y las almas que ello implica. Lo que hay que defender es el diálogo y la comunicación universal entre los hombres. La servidumbre, la injusticia, la mentira, son las calamidades que rompen esta comunicación e interfieren el diálogo. Es por eso que debemos rechazarlos. Pero estas calamidades son hoy la materia misma de la historia y, por lo tanto, muchos hombres las consideran como males necesarios. Y es bien cierto, por supuesto, que nosotros no podemos escapar de la historia, puesto que estamos sumergidos hasta el cuello en ella. Pero se puede pretender luchar en la historia para preservar esa parte del hombre que no pertenece a ella. Esto es todo lo que yo he querido decir aquí. Y en todo caso yo definiré mejor esta actitud y el espíritu de estos artículos, por un razonamiento sobre el cual quisiera, antes de terminar, que se medite lealmente.
Un gran experimento encamina hoy día a todas las naciones del mundo según las leyes del poder y la dominación. Yo no diré que hay que impedir o dejar continuar este experimento. El tal experimento tiene necesidad de que lo ayudemos y, por el momento, se ríe de nuestra oposición. El experimento continuará, entonces. Yo plantearé simplemente esta pregunta: ¿qué pasará si el experimento fracasa, si la lógica de la historia, sobre la cual tantas mentes descansan, fracasa? ¿ qué pasará, si a pesar de dos o tres guerras, a pesar del sacrificio de muchas generaciones y de algunos valores, nuestros nietos, suponiendo que ellos existan, no se encuentran más cerca de la sociedad universal? Pasará que los sobrevivientes de ese experimento no tendrán siquiera la fuerza para ser testigos de su propia agonía. Puesto que el experimento prosigue y que es inevitable que siga adelante, no es malo que los hombres asuman la tarea de preservar, a lo largo de la historia apocalíptica que nos espera, la reflexión modesta que, sin pretender resolverlo todo, estará siempre dispuesta a dar un sentido a la vida cotidiana, en cualquier momento. Lo esencial es que los hombres pesen bien, de una vez por todas, el precio que tendrán que pagar.
Yo puedo concluir ahora. Lo que me parece deseable, en este momento, es que en medio de un mundo de muerte, se decida reflexionar sobre la muerte y elegir. Si esto puede hacerse, nos dividiremos entonces entre los que aceptan el rigor de ser los asesinos (verdugos) y los que lo rehúsan con todas sus fuerzas. Puesto que esta terrible división existe, será un progreso al menos hacerla evidente. A través de los cinco continentes, y en los años que vienen, una interminable lucha va a desarrollarse entre la violencia y la prédica. Es cierto que las posibilidades de la primera son mil veces más grandes que las de la última. Pero yo siempre he pensado que si el hombre esperanzado en la condición humana es un loco, el que desespera de los acontecimientos es un cobarde. Y en adelante, el único honor será el de mantener, obstinadamente esta formidable lucha que decidirá por fin si las palabras son más fuertes que las balas.