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nº 62, enero 2025
x Theodor Adorno[1]
Introducción del editor de librevista
La Dialéctica Negativa es la respuesta que da Adorno al sinsentido de algunas cosas como Auschwitz, Gaza, entre muchas otras.
Es un típico ejemplo de cuando un autor se larga a pensar por ideas para tener en cuenta. Lo dice explícitamente, y agrega que la Dialéctica Negativa es una especie de “antisistema”. Esta lectura da la pista acerca de cómo se debe leer a un autor, no exclusivamente por sus libros terminados, ni por el collage de los mismos, sino por sus ideas que pueden ser cambiantes. Vincular a Adorno con la diversa agrupación conceptual denominada “Escuela de Frankfurt” es usual y repetido. Sin embargo, unos tres años antes de morir, a comienzos de 1966, Adorno afirma en el Prefacio de su Dialéctica Negativa que había tomado una decisión: “Desde que el autor (se refiere a sí mismo) se atrevió a confiar en sus propios impulsos mentales, sintió como propia la tarea de disipar, con la fuerza del sujeto, el engaño de una subjetividad constitutiva; ya no ha querido seguir aplazando por más tiempo esta tarea”. Adorno se anima contra las subjetividades construídas que se constituyen como dominantes morales o teóricas argumentadas sin consideración por los impulsos individuales furiosos. Adorno niega, gira y se enfrenta a las rigideces del concepto racional agregándole sus orígenes irracionales y metafóricos.
Resiste la idea de un sistema explicativo del todo e introduce ejemplos como el siguiente.
El 27 de enero se cumplen ochenta años del arribo del Ejército Rojo al campo de concentración de Auschwitz y la liberación de los pocos sobrevivientes.
¿Por qué es importante traer estas páginas al siglo 21?
Hoy son tiempos en que se desconoce (Adorno se pregunta si eso tendrá fin) agudamente el derecho a la vida del diferente por Estados fundamentalistas islámicos y por el Estado de Israel donde terminaron algunos de los sobrevivientes del campo de exterminación. Es difícil encontrar una reflexión intelectual y afectiva tan honda como la de Adorno acerca de Auschwitz. Unos veinte años antes había sostenido la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, pensamiento que rectifica en su Dialéctica Negativa: “quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se puede escribir poesía. Lo que en cambio no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede seguir viviendo después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que escapó casualmente teniendo que haber sido asesinado. Su supervivencia requeriría ya la frialdad, el principio fundamental de la subjetividad burguesa sin el que Auschwitz no habría sido posible”. Primo Levi, el sobreviviente de ese campo de exterminio y autor de Si esto es un hombre supo de esto. Adorno nos dice que no hay racionalidad conceptual que pueda explicar Auschwitz y otra que pueda oponérsele, que Auschwitz no tiene sentido. No hay sistema conceptual que lo explique. Solo queda la negación del atreverse a pensar, con sensibilidad e irracionalidad concreta. Tampoco tiene explicación la enorme actualidad de otros sinsentidos como la matanza y persecución de civiles desarmados en Gaza, el Catatumbo colombiano o el Congo africano, entre otros. A la vez, este texto obliga a pensar y ofrece guías para la sobrevivencia y una vida mejor de quienes no están en esos lugares y asimilan, abstraen, miran esos espectáculos, no encuentran explicación y aún pugnan por encontrar momentos de felicidad.
Adorno manifiesta haber atravesado “la helada inmensidad de la abstracción antes de alcanzar convincentemente la plenitud de una filosofía concreta”y declara estar preparado para separarse de las reglas de pensamiento más vigentes y dominantes en su tiempo (y presentes ahora). ║
Prefacio de Dialéctica Negativa
La presentación de una Dialéctica Negativa es un atentado contra la tradición. Ya en la dialéctica platónica, el mecanismo lógico está al servicio de un resultado positivo; la figura de una negación de la negación fue siglos después un nombre facilitador para lo mismo. Este libro intenta liberar a la dialéctica de una tal conducta afirmativa sin perder lo más mínimo su precisión. Develar su paradójico título es una
de sus intenciones.
El autor no comienza desarrollando lo que, según la opinión dominante en filosofía, sería el fundamento, sino que primero desarrolla ampliamente muchos aspectos que esa opinión supone ya fundamentados. Esto le implica tanto criticar la idea de una fundamentación, como sostener la prioridad del pensamiento concreto. Solo en la práctica alcanza el dinamismo de un tal pensamiento la conciencia de sí. Ese dinamismo necesita de lo que, según las reglas del pensamiento aún vigentes, sería secundario.
Este libro no es sólo una metodología de los trabajos de su autor que se ocupan de la realidad concreta; según la teoría de la dialéctica negativa, no existe ninguna continuidad entre ella y aquellos. Pero habla de esta discontinuidad y extrae de ella indicaciones para el pensamiento. No demuestra su procedimiento, sino que lo muestra y explica. En cuanto le es posible, el autor pone sus cartas sobre la mesa; lo que de ningún modo es lo mismo que jugar a las cartas.
Cuando Benjamin leyó en 1937 la parte de la Crítica de la teoría del conocimiento, que el autor había terminado por entonces –el último capítulo–, opinó de ella que es preciso atravesar la helada inmensidad de la abstracción antes de alcanzar convincentemente la plenitud de una filosofía concreta. Y la dialéctica negativa traza retrospectivamente
ese camino. Concreción significa en la filosofía contemporánea casi siempre un simulacro. Por el contrario este texto decididamente abstracto pretende servir tanto a su propia autenticidad como a la explicación de la metodología concreta de su autor. En las discusiones estéticas más recientes se habla de antidrama y de antihéroes. De
un modo semejante, y a pesar de la distancia que guarda con respecto a todos los temas estéticos, se podría llamar a la Dialéctica Negativa un antisistema. Con los medios de una lógica deductiva, la Dialéctica Negativa rechaza el principio de unidad y la omnipotencia y superioridad del concepto. Su intención es, por el contrario, substituirlos por la idea de lo que existiría fuera del embrujo de una tal unidad.
Desde que el autor se atrevió a confiar en sus propios impulsos mentales, sintió como propia la tarea de disipar, con la fuerza del sujeto, el engaño de una subjetividad constitutiva; ya no ha querido seguir aplazando por más tiempo esta tarea. Uno de los temas determinantes en ella ha sido la superación contundente de la división hegemónica entre filosofía pura de una parte y lo concreto y formalmente científico por otra.
La introducción expone el concepto de experiencia filosófica.
La primera parte toma pie de la situación de la ontología dominante en Alemania. No se trata de juzgarla desde arriba sino de criticarla inmanentemente y comprenderla desde la necesidad –a su vez problemática– que la produjo.
Partiendo de los resultados de esta crítica, la segunda parte pasa a la idea de una dialéctica negativa y su posición con respecto a algunas categorías que conserva, a la vez que altera cualitativamente.
La tercera parte expone a continuación modelos de dialéctica negativa.
No son ejemplos ni simplemente explican consideraciones abstractas. Introducen en lo concreto y así intentan satisfacer la intención concreta de lo que provisionalmente por necesidad, ha sido tratado en general, oponiéndose de este modo al uso de ejemplos como algo en sí inútil, costumbre que Platón introdujo y la filosofía viene repitiendo desde entonces.
Por una parte, los modelos tienen que aclarar lo que significa dialéctica negativa y según su mismo concepto pertenecen a lo real; por otra discuten –no sin semejanza con el llamado método ejemplificador– conceptos fundamentales de las disciplinas filosóficas e intervienen en el mismo centro de éstas. Lo cual hace la tarea de una dialéctica de la libertad para la filosofía de la moral y la de “Espíritu universal e historia natural” para el terreno de la historia.
El último capítulo gira y busca alrededor de las preguntas metafísicas, en el sentido de que la autorreflexión crítica impone a su vez revoluciones a la revolución copernicana.
Ulrich Sonnemann trabaja en un libro que se titulará Antropología Negativa. Ni él ni el autor sabían nada de esta coincidencia, que indica una necesidad en la cosa misma.
El autor está preparado para enfrentar la resistencia que va a encontrar
la Dialéctica Negativa. Sin rencor, permite alegrarse a todos los que, de este lado y del otro, anunciarán que ya lo decían ellos y que es recién ahora cuando lo confiesa este autor.
Frankfurt, verano de 1966.
Desmitologización del concepto (de la Introducción)
La filosofía, sin excluir a Hegel, se expone a la objeción general de haberse constituído de antemano idealisticamente, ya que su material son ineludiblemente los conceptos. Y en verdad ninguna filosofía, ni siquiera un empirismo extremado, puede traer de los pelos a los facta bruta, presentándolos como casos de anatomía o experimentos físicos;
ninguna puede hacer collages en los textos, por más fascinadoramente que lo simule cierta pintura. Sin embargo, el argumento, con su generalidad formalista, toma el concepto con el mismo fetichismo con que éste se explica ingenuamente a si mismo dentro de su propio terreno, o sea como una totalidad autosuficiente y contra la que nada
puede el pensamiento filosófico. La verdad es que todos los conceptos, incluidos los filosóficos, tienen su origen en lo que no es conceptual, ya que son a su vez parte de la realidad lo que les obliga a formarse ante todo con el fin de dominar la naturaleza. La mediación conceptual se ve desde su interior como la esfera más importante, sin la que es imposible conocer; pero esa apariencia no debe ser confundida con su verdad.
El movimiento que exime a esa mediación de la realidad, en que por otra parte se encuentra, es quien le presta esa apariencia de algo en sí existente.
De la necesidad de operar con conceptos en que se encuentra la filosofía no se puede hacer la virtud de su prioridad; tampoco de la crítica de esa virtud el veredicto sobre la filosofía. Y ésta no es una tesis dogmática, ni menos ingenuamente realista, sino que está mediada asimismo por la constitución del concepto. La naturaleza conceptual de la filosofía, aunque ineludible, no lo es del todo. Conceptos como el del ser al comienzo de la Lógica de Hegel acentúan por de pronto algo que no es conceptual; como dice Lask, se refieren a más de lo que dicen. Su razón de ser es, entre otras cosas su permanente descontento con la propia forma conceptual, a pesar de que al incluir lo no conceptual en su sentido lo equiparan tendencialmente y permanecen así presos de sí mismos. Su contenido les es tan inmanente (espiritual) como óntico (trascendente). En la autoconciencia de ello son capaces de escapar a su fetichismo.
La reflexión filosófica distingue lo que no es conceptual en el concepto. De otro modo, según la sentencia kantiana, éste sería vacío, al fin concepto de nada, y él mismo, por tanto, nada. Una filosofía se quita la venda de los ojos, cuando se da cuenta de esto, y acaba con la autarquía del concepto. El concepto es concepto incluso cuando trata
de la realidad; pero ello no obsta para que también él se encuentre enredado en una totalidad que no es conceptual; sólo la cosificación del concepto es capaz de aislarle de esa totalidad y esa cosificación es la que le crea como concepto.
El concepto es en la lógica dialéctica un componente como otro cualquiera. Su carácter de mediado por lo irracional sobrevive en él gracias a su significado, quien a su vez fundamenta el que sea concepto. Al fin y al cabo también según la gnoseología tradicional toda definición de un concepto necesita de componentes irracionales meramente indicativos. Y así no es de extrañar que el concepto se caracterice por su relación con lo que no es conceptual. Pero a la vez se distingue por el alejamiento de lo óntico, en cuanto unidad abstracta de los onta que abarca. Cambiar esta dirección de lo conceptual, volverlo hacia lo diferente en sí mismo: ahí está el giro de la dialéctica negativa.
El concepto lleva consigo la sujeción a la identidad, mientras carezca de una reflexión que se lo impida; pero esa imposición se desharía con solo darse cuenta del carácter constitutivo de lo irracional para el concepto. La reflexión del concepto sobre su propio sentido le hace superar la apariencia de realidad objetiva y una unidad de sentido.
El Idealismo como furia (de la Introducción)
El sistema, en el cual el espíritu soberano se creyó transfigurado, tiene su prehistoria en algo anterior al espíritu: la vida animal de la especie. Los carnívoros son animales hambrientos; el salto sobre la presa es difícil, muchas veces peligroso. Para atreverse a él el animal necesita en todo caso de impulsos adicionales. Estos, junto con la molestia del hambre, se convierten en la furia contra la presa, cuya expresión a su vez aterra y paraliza, muy funcionalmente, a la víctima. El proceso de hominización ha racionalizado este mecanismo proyectándolo. Un animal rationale con apetito de su adversario es ya también feliz poseedor de un superego y así necesita de una razón. Cuanto más obedece su conducta a la ley del instinto de conservación, tanto menos le está permitido confesárselo a sí y a los demás; de otro modo el status del zóon politikón –como se dice en alemán moderno–, perdería todo crédito, después de haberlo logrado tan trabajosamente. Todo ser vivo que se pretende devorar, tiene que ser malo. La sublimación de este esquema antropológico es perceptible hasta en la gnoseología.
El Idealismo –sobre todo Fichte– se encuentra inconscientemente bajo la ideología de que lo que no es yo, l’autrui y en fin, todo lo que recuerda a la naturaleza es inferior, de modo que puede ser devorado tranquilamente por la unidad de un pensamiento que trata de conservarse. Así se justifica su principio, a la vez que se aumenta su avidez. El sistema es el cuerpo hecho espíritu, y la furia el signo distintivo de todo Idealismo; ella desfigura hasta el humanismo kantiano, refutando el aura de lo superior y más noble de que supo vestirse. La idea del antropocentrismo está emparentada con el desprecio de la humanidad: nada hay que no deba ser atacado. La sublime rigidez de la ley moral era de la misma madera que esa furia racionalizada contra lo diferente; y tampoco el liberalismo de Hegel era mejor, cuando sermoneaba con la superioridad de la mala conciencia a quienes rechazaban el concepto especulativo, la abstracción del espíritu [2]. Nietzsche puso a la luz del día estos misterios y eso fue lo liberador en él como una verdadera inversión del pensamiento occidental, que otros después no hicieron más que usurpar. Un espíritu que se desprende del embrujo de la racionalización, cesa en virtud de su reflexión sobre sí mismo de ser ese mal radical que le excita en el otro. Sin embargo, el proceso en que los sistemas se desintegraron en virtud de su propia insuficiencia, sirve de contrapunto a un proceso social. La ratio burguesa, como principio de convertibilidad que es, homogeneizó con los sistemas todo aquello que quería hacer conmensurable, idéntico consigo misma; y su éxito en esta tarea fue cada vez mayor, aunque potencialmente devastador: fuera quedó cada vez menos. Lo que en la teoría se probó como vacío, quedó confirmado irónicamente por la práctica. Por eso se ha puesto de moda hablar de la crisis del sistema como ideología también entre todas aquellas personas que antes cultivaron un ideal sistemático ya pasado y que nunca podían vociferar bastante su rencor contra la brillantez intuitiva y desordenada. Ya no se puede construir la realidad, porque habría que hacerlo demasiado a fondo. Las excusas para esta renuncia provienen de la irracionalidad de lo existente, que se hace aún mayor bajo la presión de racionalidades parciales: a una desintegración por la integración. Si la sociedad fuese desenmascarada como un sistema cerrado y por lo tanto irreconciliado con los sujetos, sería demasiado desagradable para éstos siempre y cuando sigan existiendo de algún modo. La angustia como pretendido existencial es la claustrofobia de la sociedad convertida en sistema. Los adeptos de la filosofía clásica niegan intencionadamente ese carácter sistemático que todavía ayer era su consigna; impunemente les está permitido pasar por portavoces de un pensamiento originario, y si pueden, libre de academicismos. Tal abuso no anula la crítica al sistema. Común a toda filosofía vigorosa –en contraposición con la escéptica que renunció a la energía– es el principio de que sólo es posible como sistema. Este principio ha paralizado la filosofía casi tanto como las tendencias empiristas. Antes de comenzar ya se ha postulado aquello acerca de cuya verdad habría que comenzar indagando.
El sistema, la forma de exposición de una totalidad fuera de la cual ya no hay nada, absolutiza el pensamiento frente a todos sus contenidos y volatiliza el contenido en pensamientos: es idealista antes de argumentar en favor del idealismo.
Después de Auschwitz (de la Tercera Parte)
Según Hegel, la existencia temporal encierra en su mismo concepto la aniquilación y así sirve a lo eterno, cuyo despliegue es la eternidad de la destrucción. Pero ni siquiera esta tesis puede seguir manteniéndose, como es sostener que lo inmutable es verdad y lo móvil apariencia pasajera, que lo temporal y las ideas eternas son mutuamente indiferentes. Uno de los impulsos místicos secularizados en la dialéctica fue la doctrina de la importancia de lo intramundano e histórico para lo que la metafísica tradicional separó como trascendencia o al menos –sin tanto gnosticismo y radicalidad– para la actitud de la conciencia con respecto a las cuestiones que el canon de la filosofía asignó a la metafísica.
Después de Auschwitz, la sensibilidad no puede menos de ver una charlatanería si afirma la positividad de la existencia, una injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico camino. Una tal sensibilidad se basa realmente en hechos que condenan al ridículo la construcción de un sentido de la inmanencia tal y como es irradiado por una trascendencia establecida afirmativamente.
En efecto, esta construcción afirmaría la negatividad absoluta, a la que ayudaría ideológicamente a una pervivencia que de hecho es inmanente ya a la sociedad actual hasta abocarla a su autodestrucción. El terremoto de Lisboa bastó para curar a Voltaire de la teodicea leibniziana; pero la abarcable catástrofe natural fue insignificante comparada con la segunda, social, cuyo infierno real compuesto de maldad humana sobrepasa nuestra imaginación.
Si la capacidad de metafísica ha quedado paralizada, es porque lo ocurrido le deshizo al pensamiento metafísico especulativo su compatibilidad con la experiencia. El tema dialéctico de la conversión de calidad en cantidad vuelve a triunfar de forma indescriptible. Con el asesinato administrativo de millones de personas, la muerte se ha convertido en algo que nunca había sido concebida de esa forma. Ya no queda posibilidad alguna de que entre en la experiencia vital de los individuos como algo acorde con el curso de su vida. El individuo es despojado hoy día de lo último y más pobre que le había quedado. El que en los campos de concentración no sólo muriese el individuo, sino el ejemplar de una especie, tiene que afectar también a la muerte de los que escaparon a esa medida. El genocidio es la integración absoluta, que se da en todas partes donde los hombres son homogeneizados, pulidos –como se decía en el ejército– hasta ser borrados literalmente del mapa como anomalías bajo el concepto de su nulidad total y absoluta. Auschwitz equipara la pura identidad con la muerte.
La afirmación más audaz del Final de partida, de Bécket, según la cual ya no queda mucho que temer, es la reacción ante una praxis que dio la primera muestra de sí en los campos de concentración y en cuyo concepto, antaño venerable, se presenta ya una teleología dirigida a la aniquilación de lo diferente. La negatividad absoluta es previsible y ya no sorprende a nadie. El miedo estaba unido al principio individual de la autoconservación, que se elimina a sí mismo por su propia lógica. Cuando en el campo de concentración los sádicos anunciaban a sus víctimas: “mañana te serpentearás como humo de esa chimenea al cielo”, eran exponentes de la indiferencia por la vida individual a que tiende la historia. En efecto, el individuo es ya en su libertad formal tan disponible y sustituible como lo fue luego bajo los golpes de sus liquidadores. Pero desde el momento en que el individuo vive en un mundo cuya ley es el provecho individual universal y, por tanto, no posee más que este yo convertido en indiferente, la realización de la tendencia desde antiguo familiar es a la vez lo más espantoso. Nada puede sacarle de ese espanto, como tampoco pudo librarlo de la alambrada electrificada que rodeaba el campo de concentración.
La perpetuación del sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se puede escribir poesía. Lo que en cambio no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede seguir viviendo después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que escapó casualmente teniendo que haber sido asesinado. Su supervivencia requeriría ya la frialdad, el principio fundamental de la subjetividad burguesa sin el que Auschwitz no habría sido posible. ¡Qué culpa tan radical la del que se salvó! Su infierno son los sueños que padece, como el de quien ya no vive, por haber sido pasado por la cámara de gas en 1944, cuya existencia posterior entera es mera imaginación, emanación del deseo delirante de un asesinado hace veinte años.
Hombres de reflexión y artistas han dejado más de una vez constancia propia de una sensación de cierta ausencia, como de no entrar en el juego; es como si ellos no fuesen en absoluto ellos mismos, sino una especie de espectadores. El hecho repele con frecuencia a los demás; en él basó Kierkegaard su polémica contra lo que llamó la esfera estética. Con todo, esa posición despegada frente a lo inmediato, opuesta a toda clase de actitud existencial, tiene su verdad objetiva en una componente que supera la ofuscación del principio de conservación; así lo indica la crítica del personalismo filosófico. A pesar de que el “no es para tanto” vaya fácilmente acompañado de frialdad burguesa, al individuo no le queda otro lugar mejor en que poder darse cuenta sin angustia de la nulidad de la existencia. Precisamente lo que hay de inhumano en la capacidad de distanciarse y elevarse como un espectador, viene a ser a fin de cuentas lo humano, pese a toda la resistencia de sus ideólogos.
No carece de plausibilidad el que sea lo inmortal la parte que así se comporta. Cuando Bernard Shaw, camino del teatro, enseñó a un mendigo su carnet diciendo con prisa: ¡periodista!, bajo su cinismo se ocultaba la conciencia de sí mismo. Aquí se podría buscar una explicación para el hecho que asombró a Schopenhauer de lo débil que es muchas veces la reacción afectiva no sólo ante la muerte de otros, sino ante la de uno mismo. Cierto que, mientras los hombres sigan sin excepción bajo el embrujo, ninguno será capaz de amar y, por consiguiente, todos se seguirán creyendo demasiado poco amados. Pero la actividad del espectador expresa a la vez la duda de si todo esto
puede ser así, por más que el sujeto, cuya ofuscación le hace creerse tan importante, no disponga de otra cosa que de esta balanza, y en sus reacciones exprese algo animalmente efímero. A los hombres no les queda bajo el embrujo otra alternativa que la ataraxia impuesta, es decir, el esteticismo por debilidad, o la animalidad de lo absorbido. En todo caso, la falsa vida, si bien un poco de ambas soluciones se contiene en toda desenvoltura y simpatía auténticas. El ansia culpable de sobrevivir ha aguantado e incluso tal vez se ha robustecido bajo la incesante amenaza actual. Sólo que el instinto de conservación se ve obligado a sospechar que la vida, a la que se aferra, se está convirtiendo en lo que más teme: un espectro, un pedazo de mundo fantasmal, inexistente en realidad para una conciencia alerta. La culpa de vivir se ha llegado a hacer irreconciliable con la vida; es un mero hecho el que los seres vivos se quiten ya mutuamente el aliento; así lo indica la estadística que completa un número aplastante de asesinados con la cifra mínima de salvados, igual que si se hallara previsto por el cálculo de probabilidades. Si esa culpa se multiplica incesantemente, es porque en ningún momento puede hallarse del todo presente a la conciencia. Esto y no otra cosa obliga a filosofar. Con todo, la filosofía tiene que pasar por el shock de que cuanto más profunda y fuertemente se adentra en su tema, tanto más sospechosa se hace de alejarse de él como es en verdad. Si llegara a develarse la esencia, se vería que las opiniones más superficiales y triviales tienen más razón que las que buscan lo esencial. Es una cruda verificación la que así cae sobre la verdad. La especulación se siente obligada en cierto modo a conceder a su adversario, el common sense, el valor de un correctivo. La vida da pábulo al horroroso presentimiento de que lo que debe ser conocido se parece más a lo que se halla a nivel del suelo que a lo elevado. No es imposible que el presentimiento se confirme incluso fuera del ámbito de lo vulgar, a pesar de que el pensamiento no pueda hallar su felicidad, la promesa de su verdad, más que en la elevación. Si lo pedestre fuera la última palabra, se debilitaría la verdad. Supongamos que la conciencia trivial, como se manifiesta teóricamente en el positivismo y el nominalismo espontáneo, se encuentra más cerca que lo elevado de la adaequatio rei et intellectus; supongamos que su sarcástica pantomima de la verdad sea más verdadera que lo pensado y elaborado; pero siempre y cuando no fuera posible otro concepto de verdad que el de adaequatio.
Asimilar a fondo que la metafísica sólo puede ganar si se pierde ella misma, es dirigirse a esa otra verdad. No es ésta la menor de las causas que motivan el paso al materialismo. Una tal tendencia es perceptible desde el Marx hegeliano hasta Ia salvación de la inducción por Benjamin y Kafka pudiera ser su punto más alto. Si la dialéctica negativa exige la reflexión del pensamiento sobre sí mismo, esto implica palpablemente que, para ser verdadero, tiene, por lo menos hoy, que pensar también contra sí mismo. Si no se enfrenta con lo más extremo, con lo que escapa al concepto, se convierte por anticipado en algo de la misma especie que la música de acompañamiento con que las SS gustaban de cubrir los gritos de sus víctimas.║
[1] Publicación original: Negative Dialektik, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1966. Traducción del editor de librevista
[2] “El pensar o representarse, delante del cual está sólo un ser determinado, una existencia, tiene que ser remitido al mencionado comienzo de la ciencia, que ha realizado Parménides, quien aclaró y elevó su propia representación y con ella también la representación de todas las pocas siguientes, al pensamiento puro, al ser en cuanto tal, y con esto creó el elemento de la ciencia” (Hegel, Ciencia de la Lógica)
Palabras clave:
Theodor Adorno
Dialéctica negativa
Auschwitz
Gaza
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