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nº 61, noviembre 2024

Premio mención librevista de ensayo 2024

El momento de la paternidad

x Daniel Zúñiga[1]

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A manera de introducción solamente diré: María y yo vamos a tener un hijo. Decimos que estamos embarazades pero ella lo está, yo solamente la acompaño en esta silenciosa y constante labor que es reproducir células y espíritu, crear carne y alma. ¿Cómo se vive el embarazo sin estar embarazado? Se piensa en ser padre, se sufren síntomas ajenos, se es ajeno. «Si no puedo sentir, trataré de entender», me dije entonces. Y me puse a investigar y preguntar, pero realmente no comprendo muchas cosas y hay otras a las que le doy vueltas y vueltas.

De pronto una idea está presente en nuestras mentes todo el tiempo, desplaza a todo lo demás o nos cambia la perspectiva desde la que pensamos cada cosa. Surgen dudas y nos sentimos más vulnerables: y los otros sueños, ¿dónde quedan? ¿Podremos conciliar para cumplirlos? ¿Un hijo nos atará? ¿Está mal sentirme tan enlazado? ¿Y si no hubiéramos decidido procrear, podríamos de todas maneras conciliar para cumplir los sueños? Muy en el fondo sé que esa libertad que procuramos no es una cuestión de falta de compromisos sino de congruencia con las decisiones personales. Y bueno, también de cierta materialidad que nos permita reproducir la vida sin sacrificar demasiado: recursos económicos, redes de apoyo y condiciones mínimas de bienestar. Y sin embargo, cuando nos decidimos, todas esas condiciones resultaron menos importantes que nuestro deseo de construir un hogar y una familia.

Hay muchas razones para no tener hijos y muchas para sí hacerlo. Pienso en un argumento recurrente en nuestra generación: que la sobrepoblación humana es la causa de muchos males ambientales y sociales. ¿Quién no conoce a alguien que habla de no tener hijos como una manera de cuidar el planeta? Entonces, me pregunto: ¿para cuidar la vida hay que negar la vida? Yo soy de la idea de que, para cuidar la vida, debemos cambiar la manera en que vivimos, celebrarla y, como diría Vandana Shiva: “Ponerla en el centro de la organización social, política y económica”. No quiero con esto increpar a quienes prefieren no tener hijes, sino hacer hincapié en que considerar la existencia humana como un cáncer que le hace daño a “la naturaleza”, es un pilar del movimiento eco-fascista para esconder que el problema radica en la insostenibilidad de nuestro modelo de desarrollo, en la desigualdad y la falacia del crecimiento constante en un mundo finito. Como sabemos, no es cosa del antropoceno, sino del capitaloceno.

 

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La culpa de todo, la gracia de todo, la tienen las semillas. Sembramos una y ahora toca cultivar el fruto. Trabajando en el bosque y con el bosque, María y yo hemos aprendido que la principal misión de la vida es generar vida, pero por supuesto que eso no implicaba necesariamente traer a un chamaco a este mundo. La vida se da por sí misma sin que metamos las manos y, de hecho, la agricultura y la familia no son herramientas de creación sino de control y modelado de la vida. Cultivar el fruto. Pienso en el más reciente libro de Daniela Rea y entiendo el título, porque fruto es consecuencia del cuidado. Pero este trabajo autobiográfico y periodístico rescata voces de mujeres, cuidadoras, cuidadas, madres, hijas… todas mujeres.

Creo que embarazo, parto y lactancia son la máxima expresión de la diferencia entre los sexos. En casa trabajamos por diluir los límites entre los roles de género con los que hemos crecido. Hemos rechazado, como pareja o como generación, la idea del hombre proveedor, pero yo no estoy embarazado: no podría. Puedo, en cambio, tratar de entender y empatizar con ella que lleva, literalmente, todo el peso a cuestas. La dinámica en casa ha cambiado, es inevitable retomar ciertos roles tradicionalmente asignados al varón. Pero una de las nuevas e insospechadas cargas que me tocan es la de la comprensión a desplantes, exabruptos y fricciones que rompen el frágil equilibrio hogareño que pretendíamos tener.

Me preocupan ahora ciertas cosas que antes no, recurro más a trazar rutas que a inventar futuros, pero el presente está más presente ahora. Dicho de otra forma: aunque el tema del futuro no es trivial, hay etapas en las que el presente es tan avasallador y demandante que no nos queda fuerza para futurear más que en la construcción de situaciones y trabas concretas que deberemos sortear próximamente. Curiosamente, la formación de una familia con hijes la entendemos como una construcción de futuro pero nos ancla a un presente demandante; el futuro es de mi hijo o, como diría el escritor mexicano Javier Raya: “El futuro es el lugar a donde los padres envían a sus hijos, a sabiendas de que no podrán acompañarlos durante el trayecto (…) los padres y los hijos nunca son realmente contemporáneos”.

 

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De pronto me sorprendo pensando en el amor. Me pregunto si tendré amor suficiente para darle a él, seguirle dando a ella y finalmente a mí mismo. ¿El amor se acaba? ¿Es como un pastel que se reparte y, mientras a más personas les des, menos les toca? Evidentemente, no. Lo pienso entonces y sé que no hay problema con eso. No es el amor, pero sí los cariños y los cuidados lo que no podemos repartir a discreción porque implican tiempo y dedicación. Sostener nuestras relaciones es una labor de tiempo completo.

Hace unos tres años, cuando ya veníamos masticando en casa el tema de engendrar pero no estábamos decidides aún, me encontré con un libro de Agustín J. Valle llamado Cachorro. Pequeño tratado de filosofía paterna. En sus apenas setenta páginas hallé inspiración y gracia, además de una dulce crítica a la paternidad ausente del modelo patriarcal: “No está pensada una figura de varón y padre a la altura del movimiento de liberación femenina”. Y lo que toca a nuestra generación, estoy convencido, es encarnar nuevas figuras paternas y diferentes maneras de relacionarnos con las personas y con el mundo.

Ya veremos cuando sea padre la clase de demonios con los que tendré que lidiar. Por ahora, con 43 años a cuestas de ser hijo, de un momento a otro voy a ser también padre. Pero aunque pienso mucho en ello —y sin avisar me aparece una sonrisa, y también sin avisar me asaltan nuevos miedos— y aunque me repito constantemente que voy a tener un hijo, este momento que estoy viviendo no va sobre paternidad, sino sobre acompañar un embarazo y sostener la vida incluso antes de la vida propiamente dicha.

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Culturalmente no estamos preparados para acompañar: sabemos en todo caso actuar, ayudar y resolver pero no necesariamente hacemos lo correcto para un acompañamiento que, a veces, puede implicar simplemente nuestra presencia plena.

Estos días me toca aprender sobre acompañamiento y cuidado. Dice Olivia Teroba en su libro Un lugar seguro que: “…hay dos claves para el trayecto: confianza y cuidado. Confianza porque la paranoia nos hace más débiles. Y cuidado porque el mundo es un lugar peligroso. Y la vida es frágil y por lo tanto hay que cuidarla”.
Así que, con confianza y cuidado, seguiremos cultivando las semillas en el bosque, sudando los calores, abrigando los fríos, y viviendo esto que llamo “el momento” y que terminará en septiembre, cuando la partera nos ayude a recibir al esperado Paulo y comience otra etapa: la de la paternidad.║

 

 

[1]

Daniel Zúñiga (Ciudad de Mexico, 1981), se estrenó como papá hace un par de semanas. Alterna su tiempo productivo entre el diseño editorial, la agroecología y la promoción del desarrollo comunitario. Le gusta perderse entre familias tipográficas, caminar en el bosque y recolectar semillas. Escribe de vez en cuando.

 

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Daniel Zuniga
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Embarazo

 

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