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nº 61, noviembre 2024
Premio mención librevista de ensayo 2024
x Alberto Bejarano[1]
De todos los instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación.
Jorge Luis Borges
Puedo decir que he militado en la cultura en varios frentes de combate simbólico como quien lanza un esparavel al mar una y otra vez. He combinado las formas de lucha artística alrededor de la educación, formal y no formal, como polizón. Si esto no fuera un ensayo, sino un Diario o unas Memorias, acaso una novela (digamos por entregas como en el siglo XIX y yo fuera un narrador omnisciente, de esos que todo lo ven y todo lo saben dentro de la piel de sus personajes), me desviaría aún más a otros escenarios más íntimos, lúdicos, más personales. No es el caso. El ensayo exige una vista panorámica con destellos de un yo y de un nosotros, ofrece la oportunidad de acompañar al lector a un recorrido por lugares que sin serle necesariamente familiares, puede sentir próximos, siempre danzando en la línea movediza entre la ficción y la no ficción. Así procederé en esta ocasión.
La pregunta por la cultura y la universidad exige una distinción filosófica inicial: ¿de qué forma tratamos de comprender los conceptos de cultura y de universidad en el contexto contemporáneo? Si nos remontamos a la relación cultura-universidad, en torno al nacimiento de las primeras universidades europeas durante la edad media, podemos rastrear las primeras huellas de la cultura, como dedicación absoluta al conocimiento, en los monjes consagrados a la lectura, a la transcripción de manuscritos, a la traducción, al estudio de ciencias y artes, y a la (re)escritura, principalmente. La relación universidad-cultura sugiere para nosotros un problema estético de ida y vuelta. Queremos plantearlo en estos términos: ¿es posible o recomendable ver/exaltar el papel de la universidad en la cultura, sin detenerse a re-pensar el lugar de la cultura en la universidad? En una primera instancia, podemos situar a la universidad como un espacio de construcción de saberes, como un puente hacia la sociedad que nutre de profesionales a campos cada vez más especializados de sectores productivos (entendido esto en las carreras más rentables y más promocionadas). Pero, aquí surge una nueva inquietud: ¿qué ocurre con los saberes menos demandados o menos “aplicados” al mercado o a las profesiones liberales? Como decía Umberto Eco: “No hay nada mejor que imaginar otros mundos para olvidar lo doloroso que es el mundo en que vivimos”.
Al respecto, pensadores como Theodor Adorno señalaban al finalizar la segunda guerra mundial que la cultura se hundía cada vez más en seudo-culturas que se afirman en la aparente acumulación de conocimientos más o menos útiles y/o funcionales y dejan de lado el ángulo humanístico, es decir crítico, la relación del sujeto con su tiempo, con sus colegas, patrones, vecinos o superiores. Es urgente manifestar en voz alta que la cultura no es un ornamento (algo que señalaba tempranamente la Escuela de Frankfurt en los años veinte), es decir, no es un decorado entendido más como un hobby o un pasatiempo. NO. Es un espacio de crítica radical, de contra-cultura que debe exceder calificativos como “electivas” o “créditos” en el vocabulario de las universidades actuales.
Así como tratamos de precisar un horizonte sobre la cultura, también es necesario sugerir un paralelo sobre el concepto de universidad. Nuestras lecturas se sustentan en la filosofía, en especial en esta idea que plantea Jacques Derrida: “Por ‘universidad moderna’ entendamos aquella cuyo modelo europeo, después de una rica y compleja historia medieval, ha llegado a ser el preponderante, lo que equivale a decir el ‘clásico’ en los últimos siglos en los estados democráticos. La universidad reclama y, en teoría debería garantizársele —además de la llamada libertad académica— una libertad incondicional para cuestionar y aseverar, o yendo aún más lejos, el derecho de decir públicamente todo aquello que sea exigido por la investigación, el conocimiento y el pensamiento concernientes a la verdad”.
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Mi énfasis estará en la figura del homo-ludens alrededor de la vida universitaria. La vindicación del tiempo libre, de lo que hablaré luego a partir de mi propia experiencia, tiene que ver justamente con el homo-ludens. Se refiere a aquel que juega, incluso en la aparente inutilidad del juego. Tiempo de contemplación, minutos horas muertas, para ver el cielo, con o sin nubes, para conversar con desconocidos, de todo, de nada, para desconectarse de tanta materialidad y virtualidad. Pienso en espacios ya no de libre wifi, sino sin wifi ni datos, una práctica que profesionales de la innovación implementan hace un tiempo. La universidad puede propiciar espacios y tiempos del homo-ludens: suspensión de la presión, de los logros, de los indicadores, de los créditos, del futuro. La universidad puede suscitar una gran expansión interior que enfrente la ansiedad, la depresión, la soledad: caminos que conducen con frecuencia a hábitos auto-destructivos y en ocasiones a la muerte. Al hablar de estos temas, pienso que la cultura y paralelo a ella, el arte, no es una herramienta para que la educación profesional se complemente. Lejos de ello. Es un laberinto de interacción y de desencuentros; implica en buena medida matizar la funcionalidad de la educación, del estudiante, del futuro profesional. Es algo inconveniente, pero eso es parte inherente a la vida: lo que no encaja, lo que no se adapta, lo que no brilla. Le parecerá a usted quizá algo improbable, sin sentido, utópico. Lo es. Ahí radica su fuerza, su impulso vital. No sugiero que la universidad regule y administre al homo-ludens. Sería una aporía. Al contrario, el tiempo libre sería algo abierto, no “matrizado” por los horarios, franjas, salones, etc. Serían espacios y tiempos vacíos como estanques de creatividad.
Me gusta esa metáfora con respecto al agua estancada. Recurrí al I Ching para profundizar en ella. Las palabras de este libro de mutaciones de la antigua China me hablaron del no-precipitarse, de no dejarse llevar por el frenesí de las corrientes o la turbulencia de las olas. Luego pensé que quizá en un ambiente de jóvenes, sonaría como algo ya de gente madura o en proceso de serlo y me quedé perplejo. Dándole vueltas a la idea, fui viendo que no. El estar o acercarse a las aguas estancadas no alude necesariamente a la inacción, o a la pasividad. De hecho, estas dos imágenes no son sinónimos. La inacción no es la falta de acción, es la suspensión, no de una acción repetida, sino un sutil giro hacia lo interior. Lo pasivo tampoco es algo negativo necesariamente, puede ser una pausa para analizar, para asimilar algo. Decía el filósofo alemán Peter Sloterdijk: “En todos los contextos civilizatorios recientes la ventaja irrecuperable de lo actual sobre lo legítimo ─de lo dado casualmente sobre lo fundamentable, del de facto sobre el de iure─ se manifiesta como exceso creciente de una facticidad salvaje que hace acto de presencia de forma inesperada e incontrolada. La proclama de los bienpensantes (sic) de que también y precisamente hoy el futuro necesita origen, da efectivamente testimonio de la conciencia problemática creciente de la fragilización de continuidades civilizadoras. Hoy ya no representa más que un grito indefenso dentro de la deriva global, que demuestra justamente lo contrario: quien siente contemporáneamente sabe en toda terminación nerviosa lo mucho que se ha liberado lo futuro de la carga del origen”.
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Pensemos ahora en la conexión entre homo-ludens y creación. Me refiero al estatus de la creación como procedimiento de diálogo e inquietud como forma de resistencia. Pensaríamos en un primer momento que se trata de resistencias al poder. La respuesta es ambivalente. Deleuze afirma una lógica del arte que de-a-ver, que visibilice formas de lo real (en la línea de Nietzsche y Foucault) que de-a-pensar sobre lo real. Sin embargo, esta resistencia no puede reducirse al arte como procedimiento reactivo frente a situaciones más o menos amenazantes sobre las que indaga o se pronuncia un artista. Se trata ante todo, siguiendo a Deleuze, de captar fuerzas, campos de fuerzas, es decir de ver el arte como una zona de tensión (de indeterminación) que se pone a prueba de manera permanente, de allí su insistencia en centrarse en ejemplos provenientes de artistas como Kafka, Cézanne o Duras, que se caracterizan por evidenciar la relación entre arte y no-arte, entre obra y no-obra, en señalarnos la problemática relación entre querer-ser artista y experimentar un devenir-artista. De ello me ocuparé más adelante desde mi experiencia.
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El acto de creación no es pues un simple camino de formación para llegar a una obra. Es más bien un procedimiento hecho de dudas, vacilaciones, quiebres, ambigüedades que roza siempre con la imposibilidad de la obra. En ese sentido, se dirige a abrir un agujero en el concepto de creación (proveniente del griego poiesis como producción), para que pensemos en la inoperancia como sensación del artista enfrentado a la pregunta por el no, por la impotencia de su proceso y de su obra. Citemos solo un ejemplo para desplegar algunas ideas. El caso de Film de Samuel Beckett (1963) nos permite pensar cómo opera e inopera un acto de creación basado en poner a prueba la idea misma de ver y de percibir. Beckett parte del concepto “ser es ser percibido”, pero dicha consigna entrará ante todo en un cuestionamiento radical en la relación entre ojo y objeto. En principio el ojo es el que sigue al objeto en el espacio, buscando fijarlo (pero, dirá Beckett, ¿en dónde lo fija? ¿En la memoria? ¿cómo funciona ese procedimiento?), sin embargo, Buster Keaton no opera así, ensimismado en su silencio (en su devenir imperceptible dice Deleuze), en su impasibilidad (incluso en la incomprensión del significado de lo que está actuando. Lo que vemos es la resistencia del ojo a ver y del rostro a ser visto. Hay un campo de tensión entre el afuera (los objetos) y el adentro, el ojo. Solo si no se es, se puede entrar en otro tipo de percepción. Solo rechazando la identidad como punto de partida, la certeza como punto inicial, se puede transitar, explorar, experimentar con la percepción de sí mismo y de los otros. En Film, el acto de creación consiste en mostrarnos las resistencias al/del ver, gracias a la impotencia de la cámara y de Buster Keaton.
¿Cómo No-no ver? Crear no es traducir de un punto al otro una línea recta. Es más un murmullo, un tartamudeo, un balbuceo (como aparece en el conjunto de la obra de Beckett, tanto en sus novelas, poemas, obras de teatro y piezas experimentales de radio o de televisión). Su búsqueda apuntó siempre al no-poder-decir, diciéndolo, a asumirlo como un aspecto dado, el no poder ver y a la vez el no poder no ver. Para Deleuze y Agamben, el arte procura dar a ver, mostrar las potencias, incluso de lo impotente, es lo que vemos en Buster Keaton con Samuel Beckett.
Me gustaría creer que mi ensayo, más que ofrecer respuestas operativas sobre qué hacer con la cultura y la universidad, intenta deslizar constelaciones de experiencias e ideas que me han movilizado. La cultura en la universidad no debería ser algo para vivir durante los estudios universitarios; puede ser un espacio vital que se extienda a lo largo de la vida, más allá de las aulas. Más acá de los saberes. Como decía Cortázar: “Un juego finito se juega con la finalidad de ganar, mientras que un juego infinito se juega con la finalidad de seguir jugando”.
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Y entonces vuelvo yo a preguntarme por la universidad y la cultura. Lo verídico sería mi interpretación de hecho vividos, vistos, escuchados, leídos. El yo narrativo se asienta en la manera de ordenarlos, en el sentido que trato de darle a este travelling de recuerdos desordenados. Hablar del pasado, lejano, cercano, latente es una prueba ética. Hay una pizca de los otros ingredientes acá, acontecimientos y personas o grupos más o menos insólitos (monjes), inesperados (cineclubistas), marginales (videoclubistas); disidentes (lectores de poesía), espectáculos o ritos sociales (la universidad como una obra abierta).
Ya en la universidad el proceso con la cultura pasó por la carretera del no saber. Quizá sea más adecuado decir trochas. Creía yo que todo lo leído, incluso prematuramente, me abriría las puertas del saber aún más universal, por fuera de las fronteras conocidas. Y lo fue, pero en un tour de force lento. No dejé de ir a las bibliotecas, pero surgió la pasión del cine.
Me inicié en una segunda o tercera vida, a través de los cine-clubes y video-clubes de alquiler. Insisto, me sería imposible ordenar estos recuerdos. Comparto con usted este travelling: trabajé en un video club llamado Providencia para sostenerme mientras era estudiante (la beca solo alcanzaba para pagar una parte del alquiler de un cuarto de pensión). Pasé de los libros a las películas como quien cambia de mascota; deja de tener un perro para vivir con un gato. Los libros me parecen más fieles, los gatos más libres.
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Así que tenemos aquí un punto en el que se cruzan los caminos señalados al principio de este ensayo: hay una aventura que solo puede narrarse desde un afuera, como carrefour, como cruce, no como destino de llegada. Esto me hace pensar en una escena clásica del cine del fantástico director francés Jacques Tati, en su película, Playtime, en la que un carro entra en un rondpoint y por ceñirse a las reglas no puede salir de ahí. Para valerme de esa metáfora, diría que vivo en ese rondpoint, pero las maneras de entrar y salir de ella son múltiples e inesperadas. Sin duda los recuerdos de mis vivencias, intensifican el pasaje por el rondpoint. Sin embargo, es también una isla desierta. Es una escritura de insularidad, o un rondpoint, con distintos puntos de entrada y de salida que no se pueden definir a priori.[2]
En otras palabras, la cuestión de la cultura debería plantearse en singular, no como “la lengua”, sino como “una” lengua materna”, desde la singularidad de la presencia, ausencia o espectralidad de una madre en particular, de quien fuera que cumpliera el rol de madre, bien sea una nodriza, una abuela, una nana, etc. Lo materno, como en el rondpoint, sería más un pasaje que un único e indiscutible punto de partida. Lo materno, la escritura, acoge, pero sobre todo envuelve, permea, trasmuta, da-lugar-a...
De otro lado, hemos evocado hace un momento la isla desierta, a la que se va a experimentar: esa exploración, ese devenir es lo que cuenta. La cuestión no es conservar lo que ya se cree tener sino atreverse a deformar, a desestructurar lo que no se tiene del todo ni se tendrá. Es la diferencia radical entre Robinson y Viernes...el libro original, el de Daniel Defoe, quien sufre por lo perdido y se aferra, por ejemplo, a la Biblia como tesoro de la lengua que no quiere perder...en cambio, Viernes, en las versiones de Tournier y Chamoiseau, al no tener la escritura, va al encuentro del otro, del blanco, sin miedo a perder lo que no tiene y en ese diálogo, en esa experimentación, en ese encuentro, se producen nuevos acontecimientos, incluso nuevas lenguas. Para decirlo en otros términos, hay que ser un Viernes, verse como Viernes y no como Robinson, perderle el miedo al filo de la gramática como decía Artaud.
En mi cabeza transitan todas estas voces fundidas en la descompostura del preguntarse cómo se resiste al mundo con el arte y la cultura, como la uruguaya Auxilio Lacouture, el personaje de Roberto Bolaño, en el baño de mujeres de la facultad de filosofía de la UNAM en el México del 68. Soy manglares, soy vertientes, soy aguas que se pueden des-estancar, des-de nuevo encantar. Como el tanteo en las letras en las sombras los dolores no vienen solo del futuro pero del pasado tampoco recibimos solo dolor. Hay huellas que se desvanecen y empezamos de cero como un golpe de dados y hacemos un baile de la mudez a tientas.
El que se aventura como homo-ludens se inicia en un vuelo rasante hacia lo desconocido que es a la vez ya conocido antes, paradójicamente. Lo no conocido (el futuro, las terras incognitas) es lo presentido, lo que se deja atrás, lo que se recordará y lo que se irá olvidando, lo que se espera recobrar o transformar o perder del todo. El duelo intrínseco es intemporal. Quien se aventura, no conoce el término de su condena, más o menos forzada. El tiempo puede ser, cual Prometeo, una de las peores sentencias
Estos diálogos en forma de crónica suponen una forma de amistad con el lector invisible, como la intimidad que se cultiva en los silencios que calla el otro y que a veces resuenan o disuenan en nosotros en tonos menores, en letras minúsculas, en notas de pie de páginas, en onomatopeyas o en más silencios. Como decía Sartre, cada palabra dicha tiene sus consecuencias, y cada silencio también. Para el filósofo italiano Giorgio Agamben la mirada debe convivir con lo opaco, con lo que no se puede aclarar fácilmente:
“El poeta —el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su tiempo. ¿Pero qué es lo que ve quien observa su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? En este punto quisiera proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que tiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no la luz sino la oscuridad. Todos los tiempos son, para quien experimenta la contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, y que es capaz de escribir mojando la pluma en las tinieblas del presente. ¿Pero qué significa ‘ver las tinieblas’, ‘percibir la oscuridad’?”.
Esta ha sido el ensayo-de-una-vida a través de los espejos y laberintos de la cultura y el arte. Ojalá fuera un silencioso manifiesto que inspire a otros a internarse en los senderos del homo-ludens, siguiendo sus propios destellos y sus propias oscuridades.║
Poeta, cinefilo, dramaturgo y radio-aficionado de palimpsestos. Doctor en literatura y filosofía en la Universidad París 8 sobre Roberto Bolaño. Es profesor universitario en Colombia y lo ha sido en Brasil. Investigador en literatura comparada en el Instituto Caro y Cuervo. Blog: http://bogotaucronica.blogspot.com, Instagram @insula_literaria
[2] Recuerdo que había muchos rondpoints en Bogotá, pero ya la mayoría han desaparecido y en los que persisten, como en la calle 63, cada vez se parecen más a la escena premonitoria de Tati.
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