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nº 61, noviembre 2024
Premio mención librevista de ensayo 2024
x A.A. Yepez Croquer[1]
Estamos a un mes de mi cuarto diciembre continuo en Argentina. He subsistido leyendo de todo un poco para uno de estos trabajos digitales. Y de no ser por los libros de oro, y la sensación hormigueante de industria y progreso que me producen cuando termino algo como cualquier cosa de Naipaul, contaría cuatro años muertos.
Contar es el verbo más inflamado en una crisis socioeconómica. Y de no ser por el desarrollo de un uso del verbo contar a su otro uso un poco más expansivo, el literario, contaría cuatro años muertos. Enumerando las cosas sin su relato correspondiente.
Algunos salimos derramados de nuestros países convertidos en matemáticos diletantes. Matemáticos obsesivos. A pesar de tratarse de un viaje imposible de calcular, porque es un revoltijo de muchos números irracionales e imaginarios, insistimos en seguir contando hasta reventar ese verbo en una luz para convertirlo en su sinónimo narrativo.
El primer año, cuando cometía un error de suma o resta (lo más básico de un primer día de cobro en negro) el abastecimiento de la comida tardaba meses en remediarse. Las circunstancias variaban tan rápido que un año entero de resultados más o menos estabilizados se podía desmoronar si aumentaban los alquileres o se caía una de las páginas del trabajo.
Así que, este año, todavía sin ahorros, comencé a ignorar ciertos cálculos. Después de todo, me parece que la unidad de medida de mi proyecto migratorio serán los periodos presidenciales. Y eso es algo más cercano a la dramaturgia que a las precauciones contables.
Viví lo peor del último periodo presidencial Argentino (2020-2022) en un monoambiente de residencias para gente sola de la Av. Ovidio Lagos, en la ciudad de Rosario. Los cinco vecinos que tenía no podían creer fácilmente que yo hubiera sido un teniente de la Aviación Militar Bolivariana; el inquilino más joven de la pensión, quizá por lo desnutrido y disperso que llegue a estar por aquellos años. Raras veces tendía la cama al despertarme.
Trabajaba sin salir de la pieza y sin tapabocas en la escritura a sueldo de ensayos de humanidades por comisión en línea. Lo que pude hallar para pagar cuentas, sintiéndome cada vez más en los números negativos, al comparar mis estados con los de mis viejos subalternos todavía uniformados en Venezuela. Era un hecho. Los números duelen. Pero la continuidad sostenida del dolor terminó desenmascarando formas inesperadas de recuperación y consuelo.
***
La escritura obligatoria e intensiva de ensayos para comer me arrastró a leer el pasado, presente y posible futuro de muchas cosas (hice algo de sociología, algo de antropología, otro poco de ciencia política, bastante de literatura, los más baratos y numerosos, otro poco de historia universal, teoría de cine, y hasta de farándula), como todo un sicario de los conceptos.
En los mejores días, cuando ya había agarrado el hilo a los formatos APA, MLA, Chicago y Harvard, sacar la mirada de la presión de la matemática para pensar en la biografía de la tierra y sus muchos rostros, y cobrar algo por eso, fue como darle luz a una cueva.
En los mejores días, luego de hacer un pequeño ensayo sobre Valeri Polyakov, Ibrahim Ferrer, o Coetzee, respiraba hondo y me sentía menos pobre con la regalía de estar un poco más informado sobre lo que es parte de esto llamado mundo, del latin mundus (que significa limpio), por el orden y disposición de todas sus partes, tanto materiales como formales.
Ahora me parece que, sin leer intensivamente, sufrimos una especie de miopía de la razón. Por ejemplo, el mensaje de un escritor como Naipaul parece vital para poder ver que el mundo es el hecho más intrincado de todos. Que ninguna consigna lo captura con tanta fidelidad como para morir o matar por ella. Que las verdades no están en la comodidad de ningún alcance, y tampoco son fijas. Que todo radica en su contexto. En la siembra y cosecha de sus causas, las ramas de los efectos, y la acción y la reacción de procesos amplios. cien mil años, para una revolución como el lenguaje.
Si eres un pesimista o un optimista estás en la mitad de lo cierto. La otra mitad será un remolino de relaciones.
Leer esos libros, igual que sufrir mucho de lo peor, después de haber creído de lleno en un mundo simple (el mundo de los charlatanes televisivos), te cambia el sentido del tiempo. Se te hace infinito el calendario. Con algo de suerte, te convierte en un catador del detalle de los segundos. No todo el tiempo, por supuesto. Pero, cuando te viene la ola, es un regocijo.
En vez de estos cuatro años, despertamos a la inmensidad de contar las mil cuatrocientas sesenta jornadas sobrevividas. Y ver con un poco más claridad el logro de ser humanos. Hemos navegado este río de matemática sin ahogarnos.
Allí están, justo frente a nosotros, los periodos continuos de democracia y de fútbol electoral del tercio de un siglo en desarrollo. En todas partes y todo el tiempo; el monstruo a través del prisma de cada hombre.
Así que, si toca hacer un ensayo sobre algún canto de Homero, no tardaremos en sospechar que los últimos mil cuatrocientos sesenta ciclos de la tensión y la calma allá en Troya se habrán parecido bastante a los nuestros en Maracay o Rosario. Podemos imaginarlos, los ciudadanos en bronce, asediados, con la misma esperanza de facto en las matemáticas, el latido del corazón, la antigüedad de las invasiones, los besos, los templos al sol, nuestra política y sus murallas.
Entonces, después del trabajo, nos será difícil dejar de seguir leyendo obligadamente, para ver qué tan provechoso o terrible es eso, o si son puros disparates de un gran cansancio.
Seguimos leyendo y nos enteramos de que este minuto transcurre en medio de los sistemas tras las murallas y su control de las tuberías, la electricidad, la identificación, el asfaltado, la producción de canicas, los ecos de las masacres, el metro, las editoriales, los intervalos globales de producción, abastecimiento y distribución de los granos, los satélites, la pornografía y la Coca-Cola. Si a eso agregamos la historia de las tribus que en un millón de horas se transformaron en imperios, y también agregamos la música de los negros, en los mundos no tan distintos que vota y trabaja cada generación, terminaremos por sentarnos a pensar, por la necesidad o por la suerte, también en la antigüedad del alma.
Cerraremos el libro y nos llevaremos la mano a la frente, un poco mareados, igual que después de cualquier variedad de exceso.
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La primera vez que leí a Naipaul, tenía 31 años. Me había retirado de la Fuerza Aérea dos años y medio antes. Entre los problemas del momento. El fanatismo político exacerbado en los cuarteles (“la vida no vale nada, comparada con La Revolución, Chávez vive, La Lucha sigue”). Los cinco dígitos de inflación (65.000% entre 2017 y 2018). Un salario equivalente a diez dólares, siendo piloto militar o ingeniero. Mi novia de entonces (la escala siniestra a la que pueden llegar a irrespetarse los veinteañeros; con toda esa energía e independencia, pero sin mundología, mal ilusionados, algo estúpidos). Respiré profundo. Procedí contra mi tensión.
El romanticismo sobreactuado de generales y coroneles nos daba náuseas de decepción y, hay que admitirlo, miedo al poder cuando no está limitado por libros de oro. Pero muchos nos desorientamos con nuestro propio sensacionalismo, al retirarnos desde el agotamiento y la irritación, sentimientos igual de incompetentes, manteniendo un semblante de puro orgullo.
Cuando ganó Chávez las elecciones de 1999, mi familia entera (descendientes de esclavos costeños, de la plantación cacaotera de Turiamo en las costas centrales de Venezuela), y algunos vecinos del barrio, en la sala de la casa, cantamos el himno nacional. Gloria al Bravo Pueblo. Mi abuela lloró en su regocijo.
Chávez era el primer presidente zambo (hijo de indio y negro). Los sectores más turbios de la oposición, aludiendo al grado militar del presidente nuevo, le decían, antes, durante, y después de las elecciones, en televisión nacional e internacional, el Mico mandante. Los negros, mulatos, y zambos votaron por Chávez y le ganó a Salas Romer, un gobernador y empresario muy rubio graduado en Yale.
Mi informe de solicitud de retiro estuvo lleno de falacias y lugares comunes, cantados desde otro tipo de fanatismo y actuación. Recuerdo haber citado al Rebelde de Albert Camus y a James Baldwin. Tres feas páginas, sin punto y aparte, sobre “el triunfo de los excesos frente a las moderaciones” que, según ese rabioso joven, estaban matando al Socialismo Bolivariano.
El precio de leer a los genios siempre será la catástrofe, cuando no se tienen ni las experiencias del claroscuro ni el rigor racional y autocrítico necesarios para diluir sus complicaciones en las entrañas.
Ese rebelde (releí a Camus hace poco, ahora con 33 y una catastrófica migración a cuestas), no debió retirarse de esa forma. Debió cimentar primero su economía. Ni debería justificarse, haciendo listados de sus errores en este texto.
Al final de cualquier lucha en la vida, el único error siempre habrá derivado de la ilusión que se tuvo y se mantuvo en el mundo de los hechos, y del lenguaje con el que la abrazamos desde el mundo de las consignas, en vez de tener la conciencia de enfrentarla con una estructura de esfuerzos prácticos, y no con impulsos desordenados.
***
A las tres semanas de haber llegado a Argentina (migré en el 2020, con trescientos dólares en la billetera, la cuenta del Banco de Venezuela vacía, sin tarjeta de crédito), floreció la pandemia.
Al retirarme, un general me aplicó la ilusión del lenguaje. Desde el Ministerio Bolivariano de la Defensa, no podían autorizar la entrega de mi registro de vuelo. Mis horas de vuelo eran secreto de Estado (yo era piloto de Inteligencia Electrónica), estábamos bajo el asedio de la CIA, dijo sonriendo. Yo sonreí también, conjurando la maldición mentalmente.
No pude sacar la licencia de piloto comercial. Necesitaba el registro, para convalidar las horas militares en el Instituto Nacional de Aviación Civil, y seguir trabajando en el aire sin uniforme. No serviría de nada decirse o sentirse un rebelde sin tener un trabajo serio.
***
La primera vez que leí a Naipaul, fue una cuestión de trabajo sin uniforme ni rebeldía. En el confinamiento, (todavía me lo repito a diario por lo inaudito), me tocó trabajar escribiendo. No conseguía trabajo serio en las nuevas calles. El diploma de Licenciado en Ciencias y Artes Militares es meramente filosófico. Resultaba difícil hacer ver, en negocios y empresas de un país nuevo, que un Oficial de una Fuerza Armada extranjera tenía el entrenamiento práctico, en teoría. Trabajar con recursos y personal bajo cualquier cantidad de presión, frente a la adversidad más absurda. Ni siquiera encontré trabajo de mozo chimbo.
No tenía papeles todavía. La Oficina Nacional de Migraciones estaba cerrada hasta nuevo aviso. Una noche de confinamiento y navegación, me topé con dos sitios web que pagaban por hacer ensayos en inglés para universidades del primer mundo.
Livingston Research y Writebay. Sus lemas; “soporte de educación personal a estudiantes de todo el mundo”, “brindamos ayuda y apoyo para el estudio”, “trabajamos arduamente para garantizar que todos puedan obtener ayuda personal para el estudio de cualquier tema las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, en el menor tiempo posible”. Pasé los exámenes de admisión. Creía que era una farsa, hasta que recibí la primera transferencia y comencé, puntadas aquí y allá, a resarcir mi economía. Me convertía en un hombre práctico.
Escribía de tres a siete papeles diarios, unos de trescientas, otros de ocho mil palabras. Un rango de cinco a veinte dólares cada uno. Costó aprender. A veces, el administrador o estudiante (el cliente) no quedaba satisfecho. Alerta de baja puntuación, un mensaje con signo de exclamación rojo, y una multa del 100% que pesaba como el espectro más miserable hasta el otro cobro. Así era el mundo sin uniforme.
A una semana de mi cuarto diciembre en Argentina, le comento a mi nuevo jefe (tiene 57 años y dos hijos que serán aviadores perfectos), le comento: –Mr. Raymond, ahora veo esos tres años de ensayo como una maestría en escritura a la fuerza. Pero no como un trabajo serio.
Le cuento esta misma historia a mi nuevo jefe (cuando me pregunta), ─Mi arquetipo no era el de un esclavo, Mr. Raymond. Pero así lo veía a veces, sobre todo después de una multa de veinte dólares. Todavía me elude la realidad práctica de las cosas. La verdad, es que cualquier oficio que pague por usar el cerebro más que el cuerpo es un lujo enorme. Sobre todo durante el invierno.
Mejoraron las puntuaciones. Si escribía hasta las tres o cuatro de la mañana, llegaba a seiscientos dólares al mes. Casi seis sueldos mínimos, en la Argentina de la pandemia. Pero todo exceso nos da gangrena. Para el último año de hacer ensayos, tardaba la mitad de un día en terminar un solo papel de trescientas palabras. Me costaba llegar a cincuenta dólares por quincena. Comí pan con huevo, tomate y agua en el desayuno, el almuerzo y, cuando se podía, la cena.
***
Uno de estos ensayos, ya al límite de esas fuerzas, me pidió componer un análisis sobre Una Casa para el Señor Biswas de V.S Naipaul. Leí un par de reseñas cortas. Armé el ensayo por nueve dólares una tarde. Leí la novela en las tres semanas siguientes, y no volví a ser el mismo trabajador.
Vivía en la última pieza, al final del pasillo de una residencia-chorizo de la ciudad de Rosario. En ese silencio, la brisa de las palabras de Naipaul movió campanillas de mis huesos. Las escuché claramente. El sonido de una lectura perfecta. En el momento y las circunstancias que la hacían resonar como un concierto de las verdades. El vaivén del oleaje de la cadencia.
Como todas las cosas importantes, no era fácil. Tal nivel de lectura se resistía al principio. Había que luchar y decidirse por conseguirlo. Cada vez que me sentaba a leer, empujaba a través de mi propio orgullo y de sus encuadres. Nunca será fácil relajarse con los bolsillos gangrenados.
Me estaba enterando de lo que era un invierno real. En Venezuela, el invierno es la temporada de lluvia a veintidos grados centígrados. Empujaba a través del frío húmedo del Paraná.
“El jardín estaba en sombras; la luz iba desapareciendo. Las máquinas traqueteaban de una forma más perentoria: una serie de ruidos distintos; el ritmo de los carpinteros había cesado. En la calle, el tráfico había disminuido, resonaban las pisadas; se podía oír desde lejos el paso de un coche, el tintineo del timbre de una bicicleta”.
La confianza en la marea de lo leído, como en todas las cosas importantes, sucede de a poco. Te aclimatas al magnetismo de la grandeza, igual que al ardor de una herida abierta.
“Y de repente, The Sentinel dejó al señor Biswas con la mitad del sueldo. Al cabo de un mes volvió al trabajo, a subir las escaleras de la redacción de The Sentinel, la escalera de su dormitorio, a ir en el Prefect, ya viejo y lleno de achaques, por toda la isla y en cualquier época del año, y después a sudar para escribir los artículos, tratando de infundir la mayor alegría posible a temas aburridos.”
Me dejaba de funcionar el oído frío frente a Naipaul. De a poco, se despertaba mi oído tántrico. Al terminar de leer la novela, me habré encontrado unas diez veces las campanillas. Con algún párrafo inesperado, venía el destello. La pausa, rodeada del brillo del intelecto.
Ese jazz lento del viejo Naipaul, desplazaba el chirrido de mi aislamiento. Dejaba de leer un minuto para pensar en que soy humano y saborear la luz clara de mi existencia. Esto es vida. Belleza. Entendimiento. El hombre es un prisma en las manos de un Hecatónquiro. Biswas, Anand, la Casa Hanuman. Cerraba los ojos, en una ovación de mis párpados a la página.
Se puede renegar del amor a una bella dama, o a una bella causa, como el Socialismo de Siglo XXI Venezolano (Patria para todos), después del peor de los desengaños, abusos, cinismos, y humillaciones (Patria o muerte). Pero nadie podrá renegar del amor a un buen libro que te ha elevado de bajos fondos. Sobre todo si después se te hace difícil volver a él.
Mr. Raymond me ha comentado, ─Petión, cualquier cosa que uno hace se vuelve poco más que un ejercicio mecánico, si no hay aunque sea una pizca de devoción en el corazón al meter las manos. Toparse con esa electricidad es muy raro. Cuando yo tenía tu edad…
─Así es, Mr. Raymond, ─le sigo contando a mi nuevo jefe, lo interrumpo, ─comencé a resolver los ensayos con un gusto, un tanto recuperado, después de leer al viejo Naipaul.
Trabajaba por algo más que la necesidad de cobrarlos. Todavía no era un trabajo serio. Todavía iba y venía el mismo nivel de agotamiento. Atravesaba esa resistencia de mi cerebro con la ilusión de toparme con otra joya tras un encargo. Leí varios libros que no recuerdo.
Tengo lagunas mentales de aquellos años. Semanas enteras que no recuerdo. Veo las fechas y títulos de la mayoría de los archivos en la carpeta de Ensayos (hice alrededor de mil cien) y no recuerdo haber investigado casi nada de eso.
Tres meses después de Naipaul, para un ensayo antropológico, me encargaron un tema Védico. Comencé a investigar sobre esas palabras sin fondo del Indostán. Yantra (la forma). Mantra (el sonido). Tantra (la práctica o tejido de las acciones). Una me calentó la atención con su magnetismo particular: Kirtan. Deriva del término sánscrito utilizado para decir “relatar”. Los relatos se daban en rituales de ofrecimiento al fuego. Luego, se convirtió en una ceremonía de repetición. El narrador recitaba la idea o la historia en fragmentos. La audiencia los repetía en un lazo continuo de la energía verbal. El objetivo era la elevación de las almas.
Me vino a la imaginación un lector esclavo africano frente a una novela, cantando de línea en línea y sintiendo aquello. Me comenzó a parecer que cierto tipo de lectura, de cierto tipo de libros, es una forma íntima y menos sensacional de Kirtan. Me gustó la majestad personal que le da al asunto. Me comenzó a parecer que un relato es una celebración de la energía vital. Leí con más gusto varios libros que no recuerdo.
***
Escritores como Naipaul, desarrollan la percepción y me dan ese electrochoque creativo capaz de alumbrar cualquier cuarto oscuro con el resplandor de sus mejores observaciones.
“Haber vivido sin siquiera haber intentado reclamar su parte de la tierra, haber vivido y muerto como había nacido, innecesario y desposeído!”.
La mirada del lector se contagia con el rayo de las esencias y, por puro reflejo, después de leer tres o cuatro capítulos seguidos, de la mano de tal maestro, me encuentro con que prefiero evitar cualquier reducción del mundo sin ese toque.
El Kirtan de leer y escribir de verdad, por fuerza, por necesidad, y por goce privado en el aislamiento, se convirtió para mí en una forma efectiva de retocarme los moretones con el ungüento del paisaje de la realidad con sus ilusiones, en los peores momentos de aquellos años.
En cada página comencé a ver ese territorio de ejercicio y purificación, donde la imaginación y el ingenio se llevan al límite de un respiro. Donde cada historia o cadena de pensamiento profesional funciona como una ráfaga de vigor para los cerebros resquebrajados. Cada libro sincero, y bien trabajado, será una piscina del intelecto para refrescarlo con las verdades del universo de aquel instante.
Cuando leo, tan bien como en aquel mayo de La Casa para el Señor Biswas, tengo sueños más coloridos. Mejora mi atención a lo bello. Percibo la lentitud de las nubes de medianoche. Y, con cada página, me molestan menos las cosas más turbias de nuestro siglo. (“Decenas de miles de niños han desaparecido de las escuelas y las autoridades no tienen idea de dónde están, según las cifras vistas por Sky News”).
No he podido recuperar mi registro de vuelo, para la fecha en la que compongo este texto, a una semana de mi cuarto diciembre en país ajeno. Todavía van y vienen niveles muy similares de agotamiento. Pero, después de Naipaul, son pocas las injusticias o consecuencias de viejas tonterías personales y nacionales que me perturban. Cualquier altibajo de mi existencia es, ahora, una Ocasión Literaria.║
Nací en Maracay, Estado Aragua, Venezuela, en 1990. Mis padres, Susana y Melanio, me criaron en un entorno donde la lectura y el amor por el conocimiento eran fundamentales. En la costa central de Venezuela, me gradué como Teniente de la Aviación Militar Bolivariana en 2012 y luego como Piloto Militar de Transporte. Solicité mi retiro en 2018 y migré a Argentina unos meses antes de la pandemia. Fui finalista en el concurso de microrrelatos César Egido, seleccionándome entre los 50 relatos en inglés de entre los 36,000 enviados a nivel mundial. Actualmente, trabajo en la empresa RTI Latina y doy clases de inglés online en el instituto Interair. Instagrams: @flashfictiongym y @_claroscuros_y.c
Palabras clave:
Yepez Croquer
Premio 2024
Concurso 2024
Naipaul
Kirtan
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