www.librevista.com nº 53, junio 2023
x Alejandro Michelena[1]
Michelena en el Sorocabana de Plaza Cagancha, 1987, foto de Carlos Contrera
En primer lugar cabría hacer un deslinde metodológico, una precisión: la referencia a Pitágoras la hacemos en un sentido mucho más abarcador de lo que fueron sus estrictas enseñanzas. Incluimos bajo su referencia toda la tradición cabalística, hebraica pero también babilónica, y luego alejandrina. Cuando apelamos a la Gnosis, entendemos por tal un ángulo o perspectiva peculiar para acercarse al conocimiento y a la vida que privilegia la experiencia vivencial por sobre todas las cosas, y la introspección psicológica profunda, todo en función de la búsqueda de una “filosofía perenne y universal”.
Pitagorismo implica simbolismo, alegorías analógicas, sentido oculto y trascendente de los números y la geometría. Gnosticismo requiere una perspectiva ante el universo que difiere en esencia de la convencional o meramente religiosa, que en realidad se acerca a las grandes intuiciones de la física cuántica.
La Escuela Pitagórica, en la Magna Grecia, bebió en fuentes caldeas y egipcíacas, y perfiló una ética filosófica a partir del cultivo de unas matemáticas donde el número, las figuras y sus combinaciones eran arquetipos de lo Perfecto, lo Infinito, lo Divino. Los Gnósticos de los primeros siglos de la Era Cristiana, al igual que más tarde los Albigenses, los Cátaros, y después los neognósticos en las cortes renacentistas, bosquejaron más bien una estética filosófica: la vida como arte a realizar, a partir del equívoco Demiurgo que nos hizo imperfectos, y la oportunidad de trascender la naturaleza humana mediante una elección y un esfuerzo, esculpiendo nuestra Alma y conectándonos con el Espíritu.
“El saber gnóstico no es la ciencia en el sentido usual – considera Julián Marías en su Historia de la Filosofía – y tampoco es la revelación, sino una ciencia o iluminación especial superior, que es la llamada gnosis”
El camino pensante de Plotino, a quien también aludimos en el título, se puede considerar como una instancia de armonía entre las perspectivas espirituales antes nombradas.
Emilio Oribe, un discípulo de Plotino
Emilio Oribe fue poeta, médico y docente en filosofía, pero sobre todo un pensador que se expresaba con rigor a través del género ensayístico, de los aforismos, y también en formatos más académicos pero siempre con un estilo preciso y cargado de reminiscencias poéticas. Le interesaron especialmente los temas ontológicos y también los estéticos. Su prestigio filosófico, grande desde los años treinta, conoció su punto más alto en mitad del siglo pasado.
En su trabajo titulado La intuición estética en Plotino (Revista de la Facultad de Humanidades, septiembre de 1962), el filósofo uruguayo escribe: “Dios –el Uno– la mística que va de él (de Plotino) por la escala de la música y llama, hasta San Juan de la Cruz y Spinoza”.
Y más adelante sigue: “En cierto modo, se ha constituido una trinidad metafísica representada históricamente por Platón, Plotino y San Agustín, los cuales contienen en común una unidad íntima y una proyección exterior que los hace inseparables, a modo del misterio trinitario de lo religioso cristiano o del mismo desenvolvimiento del Uno plotiniano, a través del Espíritu (Nous) y del Alma”.
No cabe duda que el pensamiento de Plotino interesó especialmente a Emilio Oribe, y que el uruguayo a través del autor de las Enéadas fue también a su manera pitagórico, y de alguna forma también bebió su pensamiento del manantial gnóstico.
Oribe llegó a pesquisar – en el ensayo citado – la influencia de Plotino en los siglos más recientes. A partir de esa reflexión afirma que: “Spinoza, Shelling y Schopenhauer son, en algún grado, plotinianos, y Bergson lo es en varias instancias centrales de su obra. Lo mismo podría decirse de dos genios artísticos tan antitéticos como Wagner y Debussy”.
En la que es su obra fundamental en el plano de la reflexión, Teoría del Nous, se muestra explícitamente pitagórico. Este fragmento es muy ilustrativo al respecto: “La inteligencia es el colmenar de los números. Los números volaron de la razón; ella los creó y de allí salieron, como abejas. Los números combinados, constituyen notas musicales. La música es una resultante de los números y vibraciones, aplicadas entre los sonidos. Pero los números retornarán siempre a la razón, cargados de música, como las abejas a su miel”.
Torres García: pensador pitagórico
Es quizá el artista plástico uruguayo más conocido en el mundo entero. Formado en la fermental Barcelona de las primeras décadas del siglo XX, participó luego de la dinámica de las vanguardias estéticas de Nueva York y Paris, para volver en su madurez a radicarse en Montevideo. Su estética constructiva, su uso de la paleta baja en paisajes, naturalezas muertas y escenas urbanas, son bien conocidas, y han sido cultivadas hasta el presente por sus discípulos y los alumnos de estos.
Está mucho menos divulgada su labor teórica. La de carácter estético –donde se fundamenta su coherente visión del arte – pero también la de cuño filosófico. Al leer sus artículos, conferencias y libros, queda clara su condición de auténtico pensador pitagórico.
Disertando en la Facultad de Humanidades, en sus célebres clases de 1947 (que luego se iban a publicar con el título de Lo aparente y lo concreto en el arte, Torres García expresaba: “La pintura pues, es una incógnita, una X; al menos si pensamos llegar a ella por vía intelectiva. Es la intuición y el sentimiento quien puede revelarnos su esencia”.
Más adelante, en esas mismas conferencias, expresaba el maestro: “Toda cultura basada en lo clásico, por ley necesaria debe tender a la unidad, pues es su base. Pero, ¿una cultura sin unidad puede llamarse tal? Porque, justamente el signo evidente de que existe una verdadera cultura es, no solamente que ha llegado al descubrimiento y a la comprensión de las leyes profundas del universo y del hombre, sino a su material existencia en los hombres y en las cosas. Y a esta cúspide, es cuando se llega a un sentido religioso universal (y los dogmas serían sólo figuras deformadas de ello) y el hombre queda entonces centrado en su verdadera posición de hombre”.
Apelación a la gnosis
Fue la que realizó Washington Lockhart en un ensayo publicado a fines de los años ochenta (en el semanario Brecha), donde quebraba lanzas por la perspectiva intelectual abierta por los integrantes de la “Gnosis de Princeton”, conjunto de científicos y pensadores de la universidad de esa ciudad norteamericana – célebre por haber acogido a alguien de la estatura de Albert Einstein – cuya visión del mundo se filia con la tradición gnóstica. El texto de Lockhart tuvo el objetivo de remover conciencias aletargadas, y se puede considerar como la culminación de un discurrir intelectual que desde mitad del Siglo XX venía abriéndose a una visión espiritualista (pero no ortodoxa) del mundo.
De alguna forma, este reconocido intelectual uruguayo asume él también, públicamente en ese ensayo, una perspectiva gnosticista. Y al igual que los atípicos académicos de Princeton, Lockhart se acerca a la Gnosis desde la ciencia; concretamente desde la luz y el misterio desplegados en los años recientes por la física cuántica.
El pensador uruguayo entiende que el heterodoxo y no bien conocido misticismo gnóstico es el camino más idóneo para reunir nuevamente ciencia, filosofía, arte y religión (con el sentido trascendente que estos términos tenían en culturas más integradas que la nuestra). Para Lockhart, cuando los grandes discursos religiosos si bien se han podido mantener a duras penas luego de la debacle e implosión de sus pares políticos, pierden igualmente credibilidad para los genuinos buscadores de reales caminos espirituales, la Gnosis resurge con fuerza como una alternativa válida.
x Alejandro Michelena
Cuando no se quiere lo imposible, no se quiere.
Antonio Porchia, Voces
Corrían los últimos años de la década de los cuarenta. El poeta y crítico francés Roger Caillois disfrutaba de una temporada en Buenos Aires invitado por Victoria Ocampo, quien a través de su revista Sur había logrado un papel hegemónico en el ambiente cultural argentino. Caillois fue en realidad uno más en la extensa lista de celebridades que conocieron las cualidades de espléndida anfitriona de la Ocampo, que combinaba una considerable fortuna con su gran cultura para seducir y atraer a la gran capital del sur a figuras tan diversas como Alfonso Reyes y Krishnamurti.
El escritor francés estaba harto de alternar en interminables reuniones con tanta poetisa laureada y prohombre de las letras, cuando alguien le alcanzó un librito pequeño. Su título era simplemente Voces, y contenía textos muy cortos, de estilo para muchos aforístico.
Roger Caillois quedó tan deslumbrado con la lectura que quiso conocer al creador de esas frases tan precisas, de impacto y hondura inusuales. Y se encontró con un hombre sesentón, sin otros antecedentes que esa obra, nada acostumbrado a la sociabilidad literaria, que además hablaba empleando la síntesis y el tono sentencioso de sus propios escritos. Admirado, le confesó lo siguiente: “Por esas líneas suyas yo cambiaría todo lo que he escrito...”
A partir de ese momento, Porchia pasó de ser casi un desconocido a que lo editaran en una publicación de la famosa editorial Gallimard, y también en la prestigiosa revista La Licorne que dirigía en París la poeta uruguaya Susana Soca. Sus Voix llamaron la atención del medio cultural europeo y se granjeó la admiración nada menos que de Henry Miller y André Breton. Este último llegó a afirmar, con entusiasmo: “El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia, argentino” (Entretiens 1913-1952, N.R.F., París, 1952).
El suceso en Francia de los peculiares escritos de este escritor inclasificable, culmina en 1949 con una invitación a viajar a París para dialogar con los Surrealistas. Porchia agradece, pero se excusa con una de sus frases: “Las distancias no hicieron nada. Todo está aquí”.
Un sabio y un jardín suburbano
En tiempos del encuentro con Caillois y la consecuente consagración de sus Voces en París, Antonio Porchia vivía retirado en el barrio de Saavedra – luego de vender la imprenta con la que había trabajado muchos años - dedicado a cultivar un jardín con flores y árboles frutales. Habitaba una casaquinta junto a algunos sobrinos a los que protegía. Recibía pocas visitas y se mantenía alejado del mundo cultural porteño. Algunos jóvenes que lo admiraban – entre los que estaba el futuro gran poeta Roberto Juarroz - hacían tertulia allí algunas tardes; los recibía en camiseta, sencillamente, y actuaba con ellos como un Sócrates criollo; los temas variaban desde lo cotidiano a las alturas del pensamiento, de lo estético a lo metafísico. Al despedirlos siempre les decía: “Traten de estar bien”. Y agregaba: “Acompáñense”.
Realmente a Porchia no le interesaban ni la fama ni la vida literaria. En él ésa no era una postura sino algo auténtico. Prefería realmente su vida sencilla en un rincón suburbano de Buenos Aires a los viajes y los halagos, y nunca hizo nada por promoverse o hacer contactos con colegas. Su única relación intelectual era con ese grupo de jóvenes, entonces inédito.
Creador de una obra única, pudo escribir:
“Lo hondo, visto con hondura, es superficie”
Antonio Porchia escribía únicamente a impulsos de inspiración, de modo intermitente y hasta espasmódico, con muy largos períodos de silencio. Pero no lo hacía en actitud iluminada, sino desde la cotidianeidad (si bien el resultado era muchas veces un aforismo luminoso).
Esa forma de trabajar lo llevó, en definitiva, a ser el creador de una obra única. Unica en varios sentidos: porque todo lo que escribió fue en última instancia una sola y coherente obra; pero además por la singularidad radical de la misma.
Sin duda fue un inclasificable. La crítica intentó colocarlo entre los aforistas, pero él mismo Porchia rechazó esa clasificación. Otros lo consideraron un poeta, que tampoco fue, a pesar de las demoledoras metáforas que se pueden espigar en sus textos.
Se lo puede emparentar con otro escritor y pensador argentino atípico: Macedonio Fernández. Ambos vivieron de espaldas a la sociabilidad literaria, se desinteresaron incluso de la publicación de sus obras, y cultivaron con empeño el diálogo socrático con un grupo de fieles y heterodoxos discípulos (Macedonio todos los sábados, en su tertulia de la confitería La Perla del barrio Once; Porchia en los encuentros ya aludidos en su casa de Saavedra).
Lo cierto es que las Voces han seguido su camino, manteniendo sin pausa –en generaciones sucesivas- un núcleo fuerte de selectos y devotos lectores. Porque el peculiar pensamiento de Antonio Porchia, tan consubstancial con su personalísimo estilo, no admite lectores distantes o distraídos; sus textos convocan el compromiso silencioso y sereno de quienes emprendan la aventura de acercarse a ellos. Leerlo es siempre un desafío, porque –de modo equivalente a la poesía zen, y parecido a la filosofía de Wittgenstein- desarma sutil pero en forma demoledora nuestros preconceptos y certezas. No puede ser de otro modo en alguien que pudo escribir que: “Lo hondo, visto con hondura, es superficie”.║
Palabras clave:
Gnosis
Pitagoras
Emilio Oribe
Joaquin Torres Garcia
Washington Lockhart
Antonio Porchia
Voces
Alejandro Michelena
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[1] Escritor, poeta, periodista, pensador, cronista rioplatense.
[2] Publicado inicialmente en el suplemento La Jornada Semanal del diario La Jornada de México, el 10 de mayo de 2009.