www.librevista.com nº 55, setiembre 2023
Publicación del Premio librevista de ensayo 2023
x Mariana Libertad Suárez[1]
Te limitas a seguirla, porque ningún misterio ni leyenda es comparable a la infinitésima posibilidad de que haya un atisbo de esperanza.
NK Jemisin, La quinta estación
Caracas
1986. En el aula de una institución autoproclamada progresista una niña de trece años pelea con su compañero de catorce frente a otros muchachos de la clase. Del reclamo por ciertas actitudes, pasan a los insultos y a las amenazas. Yo, un poquito menor que ambos, miro con cierto miedo cómo suben el tono de voz y se dicen cosas más violentas cada vez. Cuando ya no quedan más atributos físicos que criticar, de pronto él la llama “negra” y ella, que sin duda se reconoce en el nombre, contesta: “Sí, pero… yo soy la única negra de mi familia, en cambio en tu casa todos son más negros que tú”. El muchacho se asume derrotado y se le va encima a su contrincante para silenciar a trompadas su impertinencia.
1991. En el pasillo de un centro de educación superior, un aspirante a cursar la carrera de economía comenta: “por average, el hombre blanco es más inteligente, pero el hombre negro es más fuerte, cada quien tiene sus ventajas”. Yo, que ya he desarrollado alguna capacidad de respuesta, le pregunto: “¿y tú?, ¿tienes lo peor de cada casa?” Él me mira con una sonrisa tímida. En ese instante me siento satisfecha, porque estoy convencida de que entendió a qué me refería, pero me bastó con conocerlo un poquito más para descubrir que aquella tarde me había equivocado. Su reacción había sido compasiva. El verde de sus ojos y lo pálido de sus mejillas le impedían apreciar la textura de su pelo, el grosor de sus labios y el color de sus encías. Su piel clara lo hacía más brillante que todos los que lo escuchábamos, por eso cualquier comentario que pusiera en duda su superioridad tenía que ser un mal chiste.
Madrid
1998. En alguna taguara [2] de Malasaña espero sentada junto a un par de amigas al muchacho que me gusta. No existen las redes sociales ni los teléfonos inteligentes, así que los juicios de valor solo se producen después de los encuentros cara a cara. Él entra a las carreras, me da un besito y sigue de largo al baño. No demora más de cinco minutos en volver a la mesa, pero son suficientes como para que una de mis acompañantes me diga que había entendido mal, pues le había sonado a que yo estaba saliendo con un español. Le aclaro que no se confundió, que él sí era de Madrid o, si hablamos con precisión, de Móstoles. Escucho por primera vez las preguntas que nos persiguieron durante todos los meses que anduvimos de la mano: entonces, ¿sus padres son venezolanos?, ¿africanos?, ¿de dónde viene su familia?
Bétera
2006. Mi hija, su padre y yo caminamos en busca de una farmacia. Un par de lugareñas de unos setenta años avanzan del brazo, cuando pasan junto a nosotros, miran a la bebé de menos de dos años y la saludan. Ella, como siempre, responde amabilísima, entonces la más alta de las señoras me explica: “mi bisnieto es como ella, mi nieto se casó con una chica de Kenya y yo tenía miedo de que el niño naciera negro, pero no por mí, yo lo iba a querer igual, sino porque seguro le molestaban en el colegio. Ya nació y es bonico, como de su color”. Los tres integrantes de mi familia nos miramos con cierta complicidad, celebramos que, pese a ser peruano-venezolanos, no hayamos transgredido los límites de la fealdad en el pantone de aquella transeúnte encantadora.
Lima
2018. Tras el comentario obligado que escuchamos todos los veneperuanos sobre el retorno y el éxodo masivo, alguien me pregunta por qué Caracas es una de las ciudades más violentas del mundo. Le explico que no lo tengo claro, que se podría creer que es por las diferencias socioeconómicas que existen entre sus habitantes, pero luego rectifico, porque hay sociedades más desiguales en las que las personas corren menos riesgos. Oigo entonces a una experimentadísima analista que señala: lo que pasa es que los venezolanos son morenos, en el Callao ocurre lo mismo, la raza morena es así. Silencio. Todo está ocurriendo en mi lugar de trabajo, no puedo decir en voz alta lo que tengo en la punta de la lengua, me voy saboreando la amargura de lo no dicho y me siento a escribir.
2020. Hay decreto presidencial de cuarentena y toque de queda. Vemos las cifras de los países a los que llegó la Covid-19 desde hace meses y comenzamos a malvivir. Miedo, angustia, preguntas que no tienen respuestas. Sin razón aparente vuelvo a la Ciencia ficción y a las escritoras de la Era victoriana, entre marzo y mayo voy de Mary Shelley a George Orwell, de Elizabeth Gaskell a Emily Brontë, no sin antes pasar por Margaret Oliphant y, en una madrugada de insomnio, entre fantasmas y distopías, mi hija -la bebé bonica de oscuridad razonable que ahora es una adolescente- me habla, sin parar de llorar, sobre el asesinato de George Floyd [3] . Me estremezco, me doy cuenta de que matar a un ser humano por ser negro no es más que la materialización brutal y descarnada de eso que, desde mi infancia, sé que existe, pero que nunca he llamado por su nombre. Decido que es momento de incluir en los seminarios sobre mujeres escritoras que he dictado por años un tema que siempre he postergado sin razón alguna.
Planeta tierra
Los dos últimos siglos. Las escritoras africanas y africanas de la diáspora se han dedicado a erigir una memoria indispensable si se quiere erradicar esa forma de violencia tan particular a la que las mujeres negras siguen expuestas. Corroboro la idea de que el tema ha aparecido en novelas románticas del siglo XIX, en relatos históricos del siglo XX y descubro que es recurrente en la Ciencia ficción negra, ese género que para entonces me resultaba un territorio desconocido. Decido pues reunir un grupo de obras de Black SciFi escritas por mujeres y dedicarme a estudiarlas como si no hubiera mañana. Me doy cuenta entonces de que cada una de las autoras tiene una singularidad fascinante. Después de descubrir que mi siempre admirada Pauline Hopkins, además de ser autora de obras de teatro y textos narrativos que visibilizaban la situación de las mujeres negras en los Estados Unidos, había escrito un texto de Ciencia ficción llamado De una sangre (1902), comienzo el recorrido. La segunda parada es Parentesco (1979), de Octavia Butler y, finalmente, cierro la semana con un texto entrañable Binti (2015), de Nnedi Okorafor [4] . Pese a la distancia de más de cien años que hay entre la publicación de una y otra obra, me doy cuenta de que en los tres textos hay una necesidad de transgredir el orden sentimental, para – de ese modo- idear otras formas de existencia.
Natály Neri
En 2018, lo había advertido Natály Neri, cineasta nacida en 1994, cuando habló sobre su decisión de adscribirse al movimiento afrofuturista. Caminando frente a la cámara, contó que había pasado toda su infancia escuchando cómo sus compañeras soñaban con ser reinas de belleza, juezas o periodistas, pero ella no podía tan siquiera desear en secreto ejercer alguna de esas profesiones. Desde joven, siempre había sido una persona muy realista y era sabido por todos que una mujer negra que viviera en el sur del Brasil ya tenía el destino marcado. Esta resignación frente a un determinismo silente, pero incontestable, era un síntoma palpable de un espíritu quebrado.
A pesar de eso, nunca perdió de vista el poder de la palabra, así que, primero como meras fantasías y, luego, como textos que solo leería en su habitación, se atrevió a crear universos deseables en los que, pese a los siglos de exclusión y discriminación, las personas negras experimentaran otra forma de vida. En medio de este recorrido, conoció el afrofuturismo. La ciencia ficción, un género cargado de relatos especulativos, de historias que responden al “¿qué pasaría sí… viajamos en el tiempo… si esta guerra la hubiera ganado este bando y no este otro…si el poder económico hubiera estado concentrado en otro lugar?” Fue el espacio ideal para que Neri y otras tantas creadoras desvincularan el realismo del pesimismo.
En esos mismos años, Nnedi Okorafor, la escritora nigeriano-estadounidense multipremiada, abordó el tema a partir de una metáfora: indicó que los pulpos eran de los seres vivos más inteligentes sobre la tierra y que los humanos también podrían considerarse brillantes, pero que la inteligencia del pulpo tenía otra finalidad, pues debía garantizar su supervivencia, por eso reconocía amenazas, colores y movimientos que las personas no podemos ni necesitamos distinguir. Así, la Ciencia ficción canónica y la Black SciFi eran igualmente valiosas, pero mientras en las obras de Orwell o de Verne encontramos protagonistas masculinos y, en su mayoría, blancos, las autoras de la Ciencia ficción negra solían perfilar otras identidades, ancladas en referentes atávicos diferentes, porque sus obras tienen otro origen histórico y otra funcionalidad. Todo lo que escucho encaja de manera muy lógica, así que procedo a responderme qué entendí al descubrir estas historias.
Pauline Hopkins
Al leer De una sangre (1902), reiteré que para Pauline, siempre fue importante diversificar las identidades racializadas y, en particular, las afroamericanas. Tal y como lo había hecho en Conflicto de fuerzas (1900), en esta novela muestra todas las posturas que se debatían, tras la guerra de Secesión, en torno a la vida de las personas negras en los Estados Unidos. En la obra representa a quienes niegan su identidad étnico-racial y deciden hacerse pasar por blancos, a quienes creen que es necesario volver al África; a los que se reconocen como negros, pero no están interesados en estudiar la memoria de sus ancestros; y a aquellos que saben, desde el vamos, que su cultura es nueva y que debe generarse un espacio propio en cualquier territorio geográfico.
Ahora bien, la elección de la Ciencia ficción como género, le permite a la autora mostrar de forma más abierta las lógicas de exterminio y de exclusión que seguían determinando las interacciones en los Estados Unidos, más allá de que la guerra hubiera terminado. Esto se evidencia cuando Reuel Briggs, el protagonista, un hombre mestizo, destacado estudiante de medicina, aparece acompañado de Aubrey Livingston, un blanco sureño que se hace pasar por su amigo, pero que al final se mostrará como un gran saqueador. Este sujeto -cuyo nombre remite casi de manera automática a David Livingston, el explorador británico- queda expuesto gracias a la delación de uno de sus sirvientes, quien le confiesa en su lecho de muerte a Reuel que el patrón solo quería despojarlo de su conocimiento, sus pertenencias y hasta del amor de su pareja.
Curiosamente, este tono de denuncia subyacente a toda la obra aparecerá acompañado de un gesto de reivindicación de los saberes ancestrales que desnaturaliza la relación entre negritud y sufrimiento. Reuel, en una evidente referencia a las propuestas del activista jamaiquino Marcus Garvey, inicia una travesía por el desierto hacia Etiopía, de pronto, recibe una noticia impactante y pierde el conocimiento, cuando despierta en Telassar, una ciudad escondida en la que se ha desarrollado una tecnología de punta inconcebible para el mundo occidental. El contacto con este lugar -imaginado por Pauline Hopkins más de seis décadas antes de la publicación del cómic Pantera negra- provoca que el protagonista empiece a preguntarse “¿cómo era posible […] que una nación tan avanzada en la literatura, la ciencia y las artes, en las costumbres de la paz y la guerra como la nación etíope, se haya desplomado?” [5] . Se plantean los dilemas éticos propios de los sujetos mestizos quienes se saben descendientes de una historia de violencia que ha negado y destruido otros saberes, pero quienes, al mismo tiempo, comprenden que la unión de sus dos mundos garantizará un futuro mejor para todos.
Octavia Butler
Al terminar la lectura de De una sangre, tuve el placer de conocer la obra de Octavia Butler. Nunca había escuchado el nombre de la autora, pese a que había sido incluida por décadas en antologías y estudios sobre ficción especulativa; a que junto con Úrsula K. Le Guin y Joanna Russ, se le había considerado con frecuencia una precursora de la Ciencia ficción feminista; ni a que fue la primera escritora de Ciencia ficción en obtener una beca MacArthur (1995) -y en este caso, el español resulta insuficiente, pues los hombres que se adscriben al género tampoco la habían recibido-. Mi primer contacto fue con Parentesco (1979), texto que desde su mismo título evidencia un vínculo con el discurso de Pauline Hopkins.
Lejos de ser una novela utópica, la historia construida por Octavia se estructura a partir de una serie de viajes al pasado que explican las cicatrices físicas, subjetivas y emocionales que dejaron en la humanidad el tráfico de personas y su transformación en mercancía. Ya en las primeras líneas, la voz narrativa de Dana, una mujer negra que vive en los años setenta del siglo XX, explica: “La última vez al volver a casa, perdí un brazo. El brazo izquierdo. Perdí también un año de mi vida, aproximadamente, y parte importante de la comodidad y la seguridad que había tenido y no había valorado hasta entonces” [6] . El bienestar que derivaba de no conocer del todo su origen, de no saberse descendiente no solo de personas esclavizadas, sino también de apropiadores, se ve alterado cuando la protagonista de la novela -publicada cinco años antes de que se estrenara la película Terminator- viaja a 1815 para salvarle la vida a su bisabuelo, por entonces un niño pelirrojo, miembro de una familia en la que se compraban y vendían personas esclavizadas diariamente.
Aunque en una primera lectura, pudiera creerse que esta novela se inscribe en la tradición decimonónica de Our nig (1859), de Harriet E. Wilson; El sacrificio de Minnie (1869), de Frances Harper; o, incluso, de La cabaña del Tío Tom (1852), de Harriet Beecher Stowe, hay una variable importante que solo da la Ciencia ficción y es la posibilidad de que un personaje viva en dos tiempos a la vez. El hecho de no solo leer sino también experimentar en carne propia el trato que recibía una mujer negra en el siglo XIX, hace que Dana comprenda con mayor claridad cuánto ha cambiado su lugar en el mundo y qué tan necesaria es la memoria para edificar una sociedad más justa. Así pues, Parentesco no es una novela del todo optimista, quizás porque su autora sabe –a diferencia de lo que ocurría con Pauline, quien falleció en 1930– que tras cien años de haber abolido la esclavitud todavía no se había conseguido alcanzar la igualdad, por eso era necesario seguir ideando las vías.
Nnedi Okorafor
Estas ideas se retoman y desplazan en la narrativa de Nnedi Okorafor. Binti se centra en una mujer científica con la autonomía suficiente como para reconocer y honrar su herencia, pero no por ello limitarse a repetir los patrones que se les asignan a las mujeres racializadas. Ella quiere y consigue viajar a la mejor universidad del universo para recibir la formación que sueña y, lo que quizás resulte más interesante, aunque su familia esté indignada por su decisión y en la universidad la vean con sospecha por su origen, ella se erige como la única persona de la universidad capaz de resolver un conflicto que llevaba años planteados y que ninguna de las partes involucradas comprendía del todo bien. El bilingüismo de la protagonista abre las puertas para que en todos los lugares donde ella ha hecho vida se consideren nuevas formas de saber.
Es pertinente señalar que, en esta novela, hablar de una mujer libre que elige qué y donde estudiar no implica una cancelación de la memoria, de hecho, la madre de Binti, poco antes de que ella viaje, le dice: “Hay una razón por la que nuestro pueblo no va a esa universidad. Oomza Uni te quiere para su propio provecho, Binti. Ve a esa escuela y te convertirás en su esclava” [7] . A pesar de ello y de la posibilidad de que la sentencia tenga algo de verdad, la joven persiste en su intento, en un movimiento que quizás se puede entender como un cierre de la propuesta de Hopkinson. En De una sangre, Reuel Briggs, el hombre mestizo, llega a África desde Estados Unidos para reinar y conciliar los saberes científicos de sus dos mundos; en el texto de Okorafor, Binti, la joven negra, viaja desde su lugar de nacimiento para mostrar ante aquellos que tienen la hegemonía del conocimiento, que ella también tiene elementos que aportar a la construcción del saber científico. Claramente, para conseguir un viaje en esta dirección, fue necesaria la búsqueda del pasado y la desestabilización del yo que se lleva a cabo en Parentesco.
Por otra parte, no es un detalle menor que tanto Pauline Hopkins como Octavia Butler hayan sido clasificadas por la crítica como afrofuturistas, mientras que Nnedi Okorafor inscribe su obra en el futurismo africano [8] , pues la experiencia de ella y de su familia no pasó por el secuestro en África durante los siglos XVIII y XIX, su transformación en mercancía ni la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos. Su migración se dio en otras condiciones y varios siglos después, quizás por eso, la memoria de Binti le propone dilemas éticos de naturaleza diferente a los que deben vivir Reuel y Dana; no obstante, en las tres obras se exalta la racionalidad de los protagonistas, su poder de decisión y su capacidad indudable de mando.
***
Tras revisar estos planteamientos, me pregunto si el contacto con estas narrativas no hubiera podido paliar el endorracismo que derivó en trifulca en mi salón de clases de la infancia; si no hubiera podido movilizar el estigma que llevó a un aspirante a la carrera de economía a tratar de legitimar su inteligencia por medio de un alegato sin sustento; si no hubiera dejado al descubierto los microrracismos como la extranjerización o la naturalización de los comentarios discriminadores dirigidos a las personas negras. Me queda la duda de si la deshumanización de la alteridad que definió la conducta del asesino de George Floyd o, incluso, la de aquellos que a diario criminalizan a las personas negras hubiera podido materializarse si otros imaginarios y otros universos posibles fueran parte de nuestra cotidianidad.
Es cierto que la maravilla que me producen las escritoras de Black SciFi no me ha convertido en alguien tan ingenuo como para creer que las opresiones sistémicas pueden ser vencidas con literatura; sin embargo, sí me han animado a pensar “qué hubiera pasado si…” y en el viaje hacia el futuro que fabulo, veo que las palabras de Pauline Hopkins, Octavia Butler y Nnedi Okorafor, así como las de Tomi Adeyemi, Malorie Blackman, Andrea Hairstone, Nalo Hopkinson, NK Jemisin, Karen Lord y Namwali Serpell, enseñan a mirar y a sentir en otra dirección, desplazan la repugnancia y el odio, y establecen los afectos necesarios para ampliar el mapa del universo visible y “aceptar la diversidad, antes de ser destruidos” [9] . ║
Palabras clave:
Mariana Libertad Suarez
SciFi
Afrofuturismo
Pauline Hopkins
Octavia Butler
Nnedi Orokafor
Natali Neri
[4] Aunque, por razones de espacio, debo limitar la reflexión de este ensayo a un corpus de cuatro novelas, mi fascinación ante las obras de Black SciFi escritas por mujeres se ha mantenido en los últimos tres años. Lo más justo entonces es decir que, además de las autoras que menciono en el cuerpo del texto, también me ayudaron a pensar algunos temas las obras de Tomi Adeyemi, Malorie Blackman, Andrea Hairstone, Nalo Hopkinson, NK Jemisin, Karen Lord y Namwali Serpell.
[5] Hopkins, Pauline (1902) Of one blood. https://www.gutenberg.org/cache/epub/69255/pg69255-images.html
[6] Butler, Octavia (2004) Kindred. Boston: Bacon Press, p.9.
[7] Okorafor, Nnedi (2015) Binti. New York: Tom Doherty Associates Book
[8] Romero, Jesús (2022) “Futurismo africano: la búsqueda de un futuro posible a través de la Ciencia ficción”. La puerta de África,
https://revista.puertadeafrica.com/index.php/2022/03/01/futurismo-africano-la-busqueda-de-un-futuro-posible-a-traves-de-la-ciencia-ficcion/
[9] Butler, Octavia (1993) La parábola del sembrador.
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