www.librevista.com nº 55, octubre 2023
Publicación del Premio librevista de ensayo 2023
x Ana Laura Bravo[1]
Rode here on the bus,
now you’re one of us.
Alvvays: Dreams Tonite [2]
La destrucción de la avenida
A mediados del año pasado, el gobernador decidió destruir la avenida principal de Querétaro. La propaganda dice que van a remodelar esta vialidad, pero hasta ahora lo único visible es la destrucción que ha dejado, no sólo en 5 de Febrero (como solíamos llamarla), sino también en nuestras quietas vidas de provincia, acostumbradas a las prisas suaves y a los embotellamientos de a mentiritas. Entre la demolición de los puentes y el cierre de tres o cuatro carriles, sin darnos cuenta hemos hecho realidad la peor pesadilla de un queretano chilangofóbico[3] : el estado que dio refugio al último emperador mexicano de sangre europea, ha quedado convertido en un modelo a escala de la demasiado liberal y siempre anárquica Ciudad de México. Lo único que se puede pronosticar para un panorama así es la decadencia perpetua. Fin: aquí se acaba mi minificción queretana. Llévense de recuerdo una postal del cielo: son gratis.
Hay una suma que me he prohibido hacer por salud mental: desde que los obreros comenzaron a cavar la avenida para mostrarnos el reverso de la ciudad, jamás me permito calcular la cantidad de horas que paso, de lunes a sábado, en los trayectos que conectan mis destinos cotidianos. A las cinco y media de la mañana, de casa a mi trabajo A; después de mediodía, de mi trabajo A a mi trabajo B; y a las nueve de la noche, de mi trabajo B a casa. Hubo una semana entera en que no coincidí con mi perro aunque, cuando me iba a dormir, podía escuchar sus ronquidos debajo de la cama.
Nota para los protectores de animales: mi perro está bien, de hecho, vive mejor que yo.
Lo que no puedo evitar preguntarme, mientras me fundo con los demás pasajeros del camión es cuántas conversaciones quedan sin hablarse, cuántos partidos sin jugarse, o cuántas novelas sin ser escritas, a la espera de alguien que, cada vez, llegará tarde por atorarse en ese tráfico que también inventamos los humanos, a lo mejor, en un intento de formar un cardumen o una parvada mecánica donde, por fin, nos sintamos menos solos. Aunque la ilusión no dure ni lo que un semáforo. El bus exhala como una ballena, se empina hacia adelante con un gruñido de advertencia y nos afirmamos del pasamanos, porque el transporte público es como la vida, y obviamente vamos parados, pero es la única experiencia que podría enseñarnos que el verdadero significado de la felicidad está fuera del alcance de los que viajan en auto, porque ninguno de ellos entenderá que, quizá, ésta no es otra cosa que encontrar un asiento desocupado cuando tomas la ruta.
Uno podría entristecerse pensando en las cosas que quedarán sin crearse mientras observamos el tiempo con el microscopio del congestionamiento vehicular, pero incluso esta tragedia tiene algo de conmovedor si recordamos, como decía el epígrafe de esa película mexicana Amores perros (2000)[4] , que también somos lo que hemos perdido, también estamos hechos de eso. Cuando leímos que Eloísa renunció a Abelardo para que él pudiera convertirse en el filósofo que estaba destinado a ser (o eso lo inventó el profe), un amigo me dijo que hay cosas que vale la pena perder. Incluso puede que haya cosas que necesitamos perder. Elizabeth Bishop lo escribió mejor: so many things seem filled with the intent / to be lost that their loss is no disaster[5] . Tal vez no hemos descubierto que perder es, en realidad, una forma de encontrarnos.
Algo que he aprendido de escribir, es que para contar algo tienes que borrar mucho. Es probable que haya borrado más que todo lo que he escrito. Además, escribir es una forma de renuncia: una vez que otro lee tu texto, deja de ser tuyo: donde el autor termina comienza la literatura (más o menos así lo explicaría Roland Barthes). Y esas partes que perdemos podrían pasar desapercibidas a simple vista, pero si observas con atención, quedan sus huecos. Hay cicatrices en nuestra arquitectura: lo que no dijimos, lo que no fuimos, lo que dejamos ir.
Las escuelas en modalidad virtual
La destrucción de la avenida ha obligado a más de una docena de escuelas a volver a la modalidad virtual a fin de desahogar el tráfico. En lugar de trasbordar, me pongo los audífonos y camino a casa con los ojos colgados de alguna nube o tapándome el sol con mi libro en turno. Al llegar me quito los zapatos, me pongo shorts y me siento al escritorio: mi nuevo salón de clases. Aunque he pasado la mañana rodeada de personas (apretada en los camiones sobrepasados), es inevitable que esta quietud artificial me traiga reminiscencias de ese fin del mundo casi definitivo: el virus, las prohibiciones, el conteo en las noticias, como si anticiparan que al llegar a cierta cifra no habría marcha atrás; el extrañamiento de volver a ver un rostro humano sin un cubrebocas. Otra vez estamos aquí, recluidos a causa de un nuevo apocalipsis, uno que no destruirá al mundo entero, pero sí a nuestra esquina del universo.
Quizá lo que la destrucción trata de decirnos, con una epidemia mortal o la remodelación de una avenida, es que nos quedemos quietos, que paremos y respiremos mientras podemos usar nuestros pulmones, que nada nos persigue, ni siquiera el tiempo, porque ese nos atrapó desde que nacimos. Sólo cuando nos detengamos nos percataremos del pajarito que acaba de caer en el jardín con el mismo impulso con que rompió su huevo. Así encontré a mi gorrión, colgando de la malla del huerto, hacia el final de la pandemia, una tarde de abril que todavía conservaba restos del invierno.
El gorrión que aterrizó en mi jardín
De niña me gustaba rescatar aves heridas: las metía en cajas de zapatos y las alimentaba hasta que un día, al destapar la caja, se iban volando. No sé si las ayudaba realmente pero estaba decidida a intentarlo porque de grande quería ser veterinaria. Pasaba las horas de clase vigilando por la ventana a ver si descubría al petirrojo que se posaba en un poste detrás del salón o iba atrás de los dormitorios para contemplar las parvadas de pájaros negros que sobrevolaban las canchas desiertas a las siete de la mañana. En alguna ocasión confronté a un grupo de niños que jugaban a disparar a los pájaros con una resortera, pero cuando alguien llevó gallos de pelea para un evento de la escuela, simplemente me escondí en el salón para no tener que verlos ni oírlos. A pesar de eso, lo que hacía requería cierto tipo de valor, pero fue hasta que ese gorrión aterrizó en mi jardín, con las dos patas rotas y ninguna pluma, que me di cuenta de que mi yo adulta estaba más asustada que él.
Tenía miedo de lastimarlo, de envenenarlo con el alimento incorrecto, de dejarlo morir de frío; así que la primera noche la pasé en vela, temiendo que, si me dormía, al despertar lo encontraría muerto. Me pasó en la prepa, cuando tuve que cuidar a ese bebé robot que nos daban en la clase de ética o de biología para reflexionar sobre lo que implicaba tener un hijo y que no fuéramos a quedar embarazadas por accidente; al terminar mi prueba la maestra me dijo que el bebé había registrado más de treinta cuidados fallidos antes de morir. Es un récord, comentó antes de preguntarme si quería intentarlo de nuevo para subir mi nota pero le dije que así estaba bien, gracias.
No suelo ver a muchos niños en el camión. Creo que puede ser porque no sería muy seguro para ellos, pero supongo que la mayoría no necesita tomarlo. Mi gorrión y yo lo hicimos una vez para ir al mercado donde me dijeron que vendían mosquitos que podrían servir para alimentarlo. Lo metí en una caja de perfume con agujeros para que respirara, tomamos el bus que pasa por la esquina de mi casa y partimos al centro.
Nunca he sabido si quiero ser madre. A una parte de mí le gustaría: esa parte que quería tener muchos hijos para que mi casa nunca se quedara en silencio y que ahora disfruta del barullo del salón de clases. Esa parte de mí metería a mis alumnos en una cajita y los llevaría a pasear, como esa mañana que paré en una cafetería y abrí una rendija de la caja de perfume para que mi gorrión probara el pan que me habían servido. Pero otra parte de mí preferiría no tenerlos, no sólo por la destrucción corporal que conlleva, sino porque me resisto a diluirme en la vida de otra persona hasta convertirme en esa sombra que paga las cuentas, prepara la comida y le pone el suéter antes de salir, mientras ella se queda al margen del mundo para asegurarse de que la realidad siga funcionando.
Cuidar un gorrión es parecido a cuidar un bebé humano: hay que abrigarlo, darle de comer y limpiarlo mucho, muchísimo: cambiar pañales casi cada diez minutos. Los primeros días, abrumada por el cansancio que sentía le pregunté a Google cuánto vivía un gorrión: otra suma prohibida. Comparado con un bebé humano, la ventaja era que mi gorrión dormía fácilmente la noche entera: en cuanto oscurecía, se guardaba solito en su caja o si el sueño lo vencía mientras yo seguía viendo la tele o escribiendo, se acurrucaba en mi cuello o en mi nuca y se enredaba en mi pelo cuando intentaba ponerlo en su cama. Y si a la mañana siguiente el amanecer lo despertaba antes que a mí, sólo me llamaba si notaba que me movía en la cama. En cambio, a veces yo lo despertaba cuando ya estaba en su caja sólo para verlo abrir la puertita de cartón que le había recortado y que me mirara con sus ojitos somnolientos.
Fue en esas noches que comencé a envidiar a las mamás humanas, las mamás de verdad. Aunque ellas también conocerían el síndrome del nido vacío, sus hijos volverían a visitarlas o podrían llamarlos o mandarles mensajes cuando los extrañaran. Un gorrión no sabe usar un teléfono y sólo necesita a sus padres durante las primeras dos o tres semanas de su vida. El mío se quedó cuatro meses. No fue necesario enjaularlo y ni siquiera lo intenté. Recordaba la frase de Castuera-Micher que estaba escrita en los camiones de la universidad cuando era estudiante: te estoy tejiendo un par de alas, sé que te irás cuando termine, pero no soporto verte sin volar.
Una tarde, mientras limpiaba, lo dejé en el jardín y simplemente se fue.
El sonambulismo del camión
A veces todos en la ruta van dormidos sin saber que han inventado otra forma de sonambulismo, que eso de despertarse justo antes de la parada donde tienen que bajar no es suerte, sino instinto y que podría ser una prueba de que los humanos que tomamos el transporte público estamos evolucionando distinto al resto. A mí me gusta tomar el camión (si es que pasa). Supongo que tiene que ver con mi ADN chilango, genéticamente adaptado para extraer oxígeno del smog y aguantar travesías cotidianas con altas probabilidades de embotellamientos. Más que de biología, se trata de narrativa, de las historias que nos definen. Como esa que cuenta que mi abuelo conoció a mi abuela en un tren hacinado rumbo a Veracruz. Algunos dirán que los trenes de pasajeros, como el romance, pertenecen a otra época y estoy de acuerdo, pero mientras haya rutas y mientras podamos rozar la mano de un desconocido, accidentalmente, al intentar tomarnos del pasamanos, siempre podría ocurrir una excepción.
Hay una canción que dice que la vida es como un tren bala y las personas están listas para partir. A veces alguien llama tu atención entre la multitud y te enamoras de esa persona durante diez o quince minutos hasta que se baja de la ruta y te da una punzada en el corazón (pon esa canción de James Blunt para leer esta parte). La añoranza por una historia que jamás continuará, a menos que te atrevas a hablarle, como hizo mi abuelo. Ya sean diez años en cautiverio o cuatro meses en libertad, el tiempo nunca es suficiente para decir adiós, mucho menos para hacerte a la idea de que quien amas no volverá. Aunque vayas a bordo de un tren, un tren bala o un camión atorado en el tráfico queretano, el transporte público nos recuerda que somos pasajeros en todos los sentidos de la palabra: alguien que viaja y algo que termina.
Un regalo de mis alumnos
Dos eneros después, mis alumnos atraparon un pájaro, un petirrojo y lo pusieron en una jaula sobre mi escritorio con una nota que decía que no sabían si era un gorrión pero que era para mí. Aunque era muy lindo, el pobre estaba tan asustado que se azotaba contra los barrotes, haciéndose daño, así que tuve que liberarlo. Abrí su jaula en el parque que está cerca de mi casa y le dije que se fuera, pero no me entendió. Tampoco veía la puerta abierta, sólo al tenebroso humano que soy para la mayoría de los animales. Lo supe desde que leí a Maeterlinck: que si un día logramos entender lo que la naturaleza trata de decirnos, probablemente nos sentiremos avergonzados por pertenecer a la especie que ha destruido las partes más hermosas de este mundo.
Tal vez eso es lo que Virginia Woolf, la escritora inglesa, escuchaba decir a los pájaros que, según ella, hablaban griego. ¿Fueron sus trinos los que encaminaron sus pasos hacia el río? O quizá fue lo que escuché la vez que me despertaron las voces gritonas de las golondrinas, a pocos días del inicio del confinamiento: se reían de nuestro miedo y decían que merecíamos la calamidad que estaba a punto de arrasarnos, que la naturaleza finalmente obtendría su revancha. También es posible que esa parte la haya soñado: a esa hora el sol todavía no remarcaba la frontera de la fantasía.
Esa noche, en el parque, giré la jaula. Dejé la puerta abierta hacia el otro lado e hice eso que los humanos hemos aprendido a hacer mejor: lo ahuyenté. Funcionó. El petirrojo salió volando y se sumergió en la negrura, donde ni siquiera mis pensamientos podían alcanzarlo. Lloré. Todavía no puedo escribir por qué sin mentir más de lo necesario. El pájaro azul, de Maeterlinck, es un libro precioso, pero no he superado la parte en que los monstruos somos nosotros.
La eficiencia de las rutas de transporte público
Desde la destrucción de la avenida, las rutas del transporte público han sido reestructuradas en busca de una supuesta eficiencia. Además de suprimir ciertos tramos para reemplazarlos por otros, algunas de ellas cambiaron de número y es como si prácticamente hubieran desaparecido. Esto no sólo ha dejado pasajeros varados en puntos inalcanzables, o rumbo a un destino desconocido, sino que también implica una pérdida y su consiguiente duelo: hay lugares que nunca volveré transitar ni a ver por la ventanilla, grafitis borrados de mi recorrido, calles enteras amputadas de mi mapa. Pero siguen allí: en alguna parte de la mancha queretana, camufladas entre las demás calles indistinguibles, un gorrión entre todos los otros gorriones del cielo.
Empecé a escribir este ensayo en la ruta 76, hoy ruta C21. Como iba de pie, lo único que pude hacer fue repetir las frases que me venían a la mente, una y otra vez, con tal de retenerlas hasta que llegara a tierra firme, donde pudiera escribirlas aunque fuera en el celular. Ayer se cumplieron dos años desde que mi gorrión cayó en el jardín. Hay recuerdos que también repito constantemente para intentar no olvidarlos hasta que sepa qué hacer con ellos. Son recuerdos caros, porque cuando mi gorrión se fue, lo único que hizo tolerable el dolor de perderlo fue entender que sólo dejaría de sufrir si pudiera amarlo menos o si nunca nos hubiéramos encontrado. Así que el dolor que sentía no era sino el precio por el tiempo que habíamos compartido. Y yo estoy dispuesta a pagarlo cada día que pueda acordarme de él.
Una noche soñé que estaba en un parque jugando con cinco niñitos. Y en el sueño sabía que eran míos. Jugábamos en el pasto, nos reíamos, conversábamos, nos asombrábamos de cosas que íbamos encontrando. Nunca he sabido si quiero ser mamá, pero en ese sueño no quería ser nada más. Lo más probable es que no tenga hijos. Quizá esa es una de las cicatrices de mi arquitectura y este ensayo, una forma de despedir esa posibilidad. De todos modos, seguiré coleccionando los libros que me habría gustado leer con ellos.
Tal vez nunca entienda a las mamás de verdad. A las que paren hijos humanos y los enseñan a convertirse en personas como yo, como todos nosotros. Pero una vez tuve un gorrión que era frágil como el recuerdo de un sueño. Y supe que si no lograba que viviera, algo en mí se iba a rendir para siempre. Así que lo mantuve tibio, lo alimenté y lo vigilé mientras dormía. Le di sermones que no sé si escuchó. Éramos tan diferentes que tuvimos que inventar un idioma propio para entendernos: esto significa baño; esto, comer; esto, deja que me acurruque en ti, quiero hacer un nido con tu pelo.
Las madres con hijos desparecidos
Mi dolor nunca se podrá comparar con el de las mujeres cuyos hijos desaparecen en este país, pero tengo una definición propia de lo que significa la desaparición de un ser querido. También he sentido esa mezcla de terror y culpa, por no saber si algún animal atacó a mi gorrión mientras no lo estaba cuidando. Mi imaginación tiembla toda y se oscurece sólo de suponer lo que podría haber sufrido. Luego, la búsqueda: escudriñar los árboles, tratar de reconocer un pájaro entre cientos y saber que, aunque pegara su foto en cada rincón de la ciudad, nadie iba a ayudarme a buscarlo porque, ¿cómo se encuentra a un gorrión? Es tan pequeño, tan igual a cualquier otro, tan huidizo.
Buscar es difícil, pero dejar de hacerlo lo es aún más. No hay nada que pueda escribir que brinde consuelo a quienes han pasado por una situación así y que han vivido la injusticia e indiferencia de las autoridades en carne propia. Sólo puedo pedirles perdón porque la literatura no sirve más que para decirles que sus desaparecidos también son las cicatrices de nuestra escritura. Una cicatriz que no borraríamos por nada porque nos recuerda que estamos incompletos.
En algún rincón, mi gorrión sigue vivo
Perder a mi gorrión podría ser lo opuesto a esa tragedia y significar algo incluso hermoso. A lo mejor voló. Se posó en la barda de la casa y exploró un rato el techo hasta que salí y lo llamé a cenar y entonces él respondió. Es intraducible, pero a su manera podría haber dicho: no me esperes, o, ya me voy, o simplemente, gracias. Sólo estoy segura de que esa noche, cuando lo llamé, lo escuché contestarme por última vez. Fue un chirrido nítido y breve. En algún rincón de la noche, mi gorrión seguía vivo.
La primera vez que atravesé Querétaro por la avenida 5 de Febrero, me recordó un paisaje de Hollywood o de Beverly Hills, de esos que salen en las películas. Debieron de ser esas palmeras que ya no están. Hoy la avenida es esta cosa polvosa, sin forma, y máquinas que no duermen. El gobernador dijo que esa nueva avenida, la otra, quedará lista a finales de este año, aunque la gente opina que la construcción se extenderá hasta el 2024. A lo mejor uno de sus taladros gigantes termina abriendo la falla geológica que atraviesa la avenida y Querétaro se parte a la mitad y entonces tendrán que construir puentes para mantenernos conectados por sobre un río de lava o lo que sea que pasa debajo de las toneladas de asfalto con que hemos sepultado al planeta.
Esta mañana nos avisaron que la siguiente semana volveremos a clases presenciales. Este es el fin de nuestro mini confinamiento. No tengo ganas de volver a atorarme en el congestionamiento y los camiones aglomerados, pero es reconfortante saber que podemos salir sin miedo de que un monstruo microscópico y casi fantasma nos envenene los pulmones. Además, ya quiero ver a mis alumnos.
Cuando mi gorrión se fue, no sabía qué hacer con todo el cariño que me quedé. Temía que se me pudriera y otra vez me quedara pegada en el sofá. Pero cuando nos dejaron volver a la escuela, me pareció escuchar trinos en el salón de clases. No eran pájaros: eran esos adolescentes ruidosos, gritones, uniformados como una parvada. Probablemente aunque volviera a ver a mi gorrión, no lo reconocería, pero desde que se fue no he dejado de encontrarlo en todo lo que necesita mi ternura. Así me abrazo a él: abro mis brazos y lo dejo volar. ║
Palabras clave:
Ana Laura Bravo
Queretaro
Mexico
Maternidad
Transporte publico
Desaparecidos Ayotzinapa
[1] Profesora de medio tiempo y lectora de tiempo completo. Nací en el desaparecido Distrito Federal de México en febrero de 1994, pero crecí en otros estados, siempre buscando algún camino de regreso a la Ciudad. Estudié literatura en la Universidad Autónoma de Querétaro y en la Universidad de Tarapacá en Chile. Actualmente estoy por terminar mi maestría en docencia y estoy desarrollando una tesis sobre la enseñanza de la literatura en los bachilleratos técnicos. He publicado en algunas revistas literarias, colaboro mensualmente en Periódico Poético con reseñas de libros y escribí mi primera novela, Volver al fin del mundo, con apoyo del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) de Querétaro, misma que se encuentra en proceso de reescritura. La literatura es mi laboratorio de libertad y me gustaría que mis textos pudieran hacer que quien quiera que los lea se sienta escuchado. IG: @analaura_bravop FB: https://www.facebook.com/bravopez
[2] Viajaste aquí en el bus, ahora eres uno de nosotros. Alvvays, Sueños de esta noche. (Nota edición)
[3] queretano (del Estado de Querétaro, México); chilango (habitante de la Ciudad de México. (Nota edición)
[4] Probablemente de González Iñarritu o Guillermo Arriaga, director y guionista, respectivamente.
[5] Este par de versos vienen de la primera estrofa del poema One Art (1979), por Elizabeth Bishop. En mi propia traducción dice: “tantas cosas parecen llenadas con la intención/ de perderse que su pérdida no es un desastre”.
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