www.librevista.com nº 51, febrero 2023
x Eduardo Gudynas[1]
Thomas Hobbes estaba de muy mal humor cuando Dalmiro Domínguez le propuso dejar Buenos Aires, cruzar el Río de la Plata y visitar Montevideo por unos días. Se sentía irritado por las conversaciones con un personaje que le había sido presentado como el mejor metafísico de un barrio porteño, un individuo de nombre Macedonio Fernández, que supuestamente había resuelto todos los problemas[2] .
En sus primeros días en la capital argentina, el filósofo inglés no ocultó sus emociones y hasta admiración por todo lo que veía y sentía. Había dejado atrás su convulsionado siglo XVII, con las lúgubres ciudades inglesas, para entusiasmarse ahora con recorrer otras calles, asombrándose con tranvías y automóviles. Buenos Aires, en 1928, era un remolino tras las elecciones presidenciales, y muchos seguían festejando el triunfo de Hipólito Yrigoyen, que a los ojos del británico no dejaba de ser un personaje estrambótico.
Domínguez le había insistido en que debía conocer al metafísico porteño, el tal Macedonio Fernández. Lo describió como alguien que había alcanzado una perfección extraordinaria, de tan alto nivel que pudo resolver todos los misterios trascendentales en su barrio, uno que por momentos parecería que también podía ser toda la Argentina. El encuentro con ese personaje comenzó muy animado, luego se volvió confuso y terminó en desilusión y cansancio. Ni las ideas ni el manuscrito que le obsequió Macedonio entusiasmaron a Hobbes, y en su rostro asomaron muecas y mohines.
Domínguez comprendió que el inglés todavía no se había dado cuenta de su muerte, y temiendo que si lo entendiera se desplomaría en una calle porteña, le insistió en viajar en vapor a Montevideo. Así lo hicieron. En la capital de la Banda Oriental, más pequeña, liberado de las peroratas metafísicas barriales, Hobbes pudo volver a ser Hobbes.
Pero una vez más la resultaban estrambóticos los senderos tomados por la política criolla. Aquel pequeño país tenía un presidente, Juan Campisteguy, pero en los hechos el gobierno estaba en manos de un consejo, que lo presidía Luis Caviglia. La ausencia de un rey, de una autoridad absoluta le resultaba extraña, y más aún porque en los cuentos de los bares todos le decían que ni siquiera ese consejo manejaba el país, sino un tal José Batlle y Ordóñez. Ese señor sí que era popular.
Pero en una orilla del Río de la Plata como de la otra, la violencia siempre estaba presente, de formas no muy distintas a las guerras en las tierras británicas de su tiempo. Le impactaron las repetidas historias sobre degüellos, con cuchillos de todo tipo y diferentes procedimientos. Peleaban unos contra otros, matándose, y lo hacían desde hacía mucho tiempo.
El desánimo se apoderó de Hobbes, a medida que a los recuerdos de los desvaríos con Macedonio ahora se sumaban imágenes de muertos y sangre que inundaban la historia del Río de la Plata. Se convenció que, otra vez, se encontraba ante multitudes, porque solo eran eso, multitudes, y todas ellas violentas.
En el viaje de retorno a Buenos Aires, en la cubierta del vapor, se recostó sobre la barandilla esperando encontrar calma al observar las aguas amarronadas del río. Los cielos estaban despejados y el sol todavía iluminaba, pero el viento agitaba intensamente el río. No los estaba golpeando una tormenta, no llovía, pero las olas eran altas, la espuma las coronaba, y se volvían muy intensas, y tenían la fuerza para hamacar rítmicamente al vapor.
En ese momento vio la enorme sombra oscura, gris, a veces casi negra, recortada en la superficie, moviéndose lentamente. Se sobresaltó preguntándose si sería una ballena o una gran serpiente marina, casi un dragón, pero sus contornos nunca eran nítidos. Su forma parecía cambiar a medida que se desplazaba, y en ocasiones se dividía para volver a unirse. “¿Qué es esa bestia?”, le preguntó a un viejo marinero que estaba muy cerca en la cubierta. Aquel hombre, repleto de cicatrices que asomaban entre sus barbas, miró hacia donde apuntaba el dedo de Hobbes y le respondió: “No es una bestia, es un cardumen”.
La respuesta le golpeó pero enseguida se convenció de haber logrado una revelación. Se habían ordenado sus ideas e intuiciones, veía con claridad y comprendió lo que debía escribir para promover los cambios. Esa sombra en las aguas platenses eran como una bestia marina, y la palabra Leviatán fue la primera que acudió a su mente. Leviatán sería el título de su libro. Sabía, también, que no podría regresar a Inglaterra sino que debía estar en Francia para poder ordenar en el papel lo que sentía. A los pocos minutos se convenció que en París escribiría que “gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado… que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituido, y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero” (y así quedo escrito en la Introducción)[3] .
El orgullo, las pasiones, esa violencia que había visto, el horror de los degüellos, debían someterse bajo ese Leviatán, que sería como un dios, pero mortal. Su enorme poder era concedido por cada uno de los hombres a través de pactos recíprocos, para asegurarse la paz y la ayuda contra los enemigos. Su gran cuerpo era, en realidad, la suma de cuerpos más pequeños, tal como había visto en las aguas del río, todos ellos respondiendo del mismo modo, perdiendo su individualidad para acatar colectivamente una cabeza que los organizaba y guiaba. En lo que finalmente fue el capítulo 17 de aquel libro, dejó en claro que esa es la esencia del Estado, volviéndose un Soberano, que ejerce un poder donde cada uno de los que conforman su cuerpo es su súbdito.
En París encontraría en algunos textos de ese tiempo, tal vez en las lecturas de Isidoro de Sevilla, o incluso Tomás de Aquino, que se correspondían con un Leviatán que fuese una suma, una adición, acercándose al monstruoso cardumen que había visto en el Río de la Plata. Pero la descripción era ambigua, y algunos de sus lectores, después de leer el libro lo entendían como un additamentum por el cual el diablo sumaba personas al pecado. Era una interpretación que no lo incomodaba sino que le divertía. Tal vez por ello, tomó su pluma para escribir, en el capítulo 28, que la evocación del Leviatán provenía “de los dos últimos versículos del capítulo 41 de Job”,como “rey de la arrogancia”, ejerciendo un poder sin miedo porque “menosprecia todas las cosas altas”[4] .
Discutiría algunas de estas ideas con sus amigos parisinos pero ya estaba convencido de que la naturaleza humana, librada a sí misma, significa una guerra de todos contra todos. Cada hombre es enemigo de los demás, invadiéndose y destruyéndose mutuamente, sin nociones de justicia o legalidad. Otra vez tomó la pluma, y en el capítulo 13 escribió que los “pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial…”, y recordando su visita al Río de la Plata, enseguida agregó “De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico suele degenerar en una guerra civil”. Sólo un poder común que los atemorice a todos puede impedir ese estado de guerra, y solamente por el temor a la muerte se puede llegar a la paz. Es que en sus entrañas, Hobbes siempre sentía el miedo, de un modo tan intenso que, en Buenos Aires, Domínguez rápidamente lo había advertido.
El frontispicio del libro debería expresar todas esas ideas. Hobbes imaginó un enorme cuerpo conformado por muchísimos pececitos, pero que eran hombres, agregándolos de modo que el conjunto se alzaba en lo alto por encima de los campos y las ciudades, con una cabeza coronada[5] . Como en el cardumen, el pueblo sólo se hace visible cuando se agrupa y actúa como si fuese una sola persona, obedeciendo a aquella cabeza. “Una multitud de hombres se convierte en una persona cuando está representada por un hombre o una persona”, escribió en el capítulo 16. De ese modo se crea el “hombre artificial” al que llama Estado, donde los pactos mutuos se convierten en cadenas, mantenidas una y otra vez por el peligro y el miedo a la muerte y la guerra, como precisó en el capítulo 21. Sabe muy bien que es un cuerpo que no es natural, ni religioso ni fantasioso, y que por ello lo denomina artificial.
Ese frontispicio ya se había vuelto muy famoso cuando lo vieron Macedonio y Domínguez en Buenos Aires tres siglos después. En la parte superior del grabado por detrás de un paisaje de lomas y una ciudad, con su muralla y una iglesia, asoma ese gigante, con una corona, una espada en una mano y un báculo en la otra. Lo revelador era que el enorme cuerpo estaba compuesto por centenas de siluetas de personas, pequeñas, entreveradas, superpuestas. Todas ellas estaban de espaldas, y parecería que miraban hacia arriba, hacia la cabeza del hombre artificial.
Sección del frontispicio original del libro Leviatán por T. Hobbes, publicado en Londres en 1651.
Grabado reproducido de la British Library.
Hobbes sabía que las imágenes del frontispicio no eran una cuestión menor, sino que adelantaban los mensajes que contendría su libro, ofreciendo al lector una metáfora visual. Por esa razón se había dedicado a revisar cada uno de sus detalles. Sin embargo, el dibujo original, que el inglés presentó al rey Carlos II, exiliado en Francia mientras Oliver Cromwell regía en Inglaterra, muestra una diferencia que no es menor. En ese dibujo, el cuerpo del Leviatán también estaba conformado por hombrecillos, pero que en lugar de estar de espaldas aquí exhibían sus caras. Se las puede ver en el torso y en los brazos, algunas de ellas más grandes y otras más pequeñas, produciendo el efecto de protuberancias.
Sección del dibujo del frontispicio presentado por Hobbes al rey Carlos II antes de la publicación de su libro. Copia del dibujo atribuido a Wenceslaus Hollar.
Hobbes nunca aclaró las razones por las cuales las caras fueron convertidas en nucas en la imagen que finalmente aparecen en el texto publicado en Inglaterra en 1651. Tal vez fue otra de sus humoradas, pero no importaba porque se sentía feliz. Estaba convencido de que realmente había resuelto todos los problemas e interrogantes que se planteaban en el barrio, sea allí en su norte como aquí en nuestro sur, en su tiempo y en el de Domínguez.
Recordaba que en Buenos Aires, Macedonio le insistió en que el criterio de validez no estaba ni en la lógica ni en la ciencia, sino que dependía de la popularidad, pero únicamente si ello ocurría en Buenos Aires. Para el metafísico de barrio, la certeza solo la otorgaba esa ciudad porque, a su juicio, Buenos Aires siempre tiene razón y era imposible que se equivocara. Macedonio estaba tan convencido de ello que llegó a confesárselo a Jorge Luis Borges[6] .
Hobbes, en cambio, sonreía feliz, porque incluso si concedía aceptar alguna duda, de todos modos sabía que su popularidad era mucho más extendida, alcanzando varios otros barrios en distintas ciudades. Pero mantuvo en muy guardado secreto, sin nunca reconocer que había encontrado al Leviatán en el Río de la Plata viajando desde Montevideo a Buenos Aires. ║
[1] Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES).
[2] El relato del encuentro entre Macedonio Fernández, Dalmiro Domínguez y Thomas Hobbes parte de Macedonio Fernández, No toda es vigilia la de los ojos abiertos, Corregidor, Buenos Aires, 2015 [1928].
[3] Leviatán. O la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, Fondo de Cultura Económica, México, 3a edición, 2017 [1651].
[4] El término Leviatán se analiza en N. Malcolm, The name and nature of Leviathan: Political symbolism and biblical exegesis, Intellectual History Review, 17: 29-58; 2007.
[5] La imagen del frontispicio del libro de Hobbes se analiza, por ejemplo, en N. Malcolm, The titlepage of Leviathan, seen in a curious perspective, The Seventeenth Century, 13: 124-155; 1998.
[6] El rol que M. Fernández le atribuye a la popularidad en Buenos Aires es recordado por J.L. Borges en Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, Fernando Sorrentino, El Ateneo, Buenos Aires, 1996.
Palabras clave:
Eduardo Gudynas
Thomas Hobbes
Leviatan
Macedonio Fernandez
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