www.librevista.com nº 49, octubre 2022

Publicación del Premio librevista de ensayo 2022

Leer el mundo: Viajar como estrategia afectiva para la transformación

x Oscar Lloreda y Carla Karina Zambrano Van Bochove[1]

Oscar Lloreda y Carla Zambrano


Poco tiempo antes de la pandemia, fuimos invitados a participar en la Feria Internacional de Libro de Venezuela (FILVEN 2019). Además de los acostumbrados trabajos con un perfil académico, nos propusimos iniciar una conversa que sigue abierta hasta el día de hoy. Durante los años anteriores, tuvimos la oportunidad de visitar casi cincuenta países en cuatro continentes. Si bien fueron viajes de aventura, no lo fueron menos de una atenta y activa escucha a lo que el mundo nos dice más allá del ensordecedor ruido mediático que pretende definirlo todo. La experiencia de nuestro recorrido nos enfrentaba permanentemente a la cuestión sobre el significado de los viajes en nuestra época contemporánea: ¿Qué significa viajar? ¿Es posible viajar en el siglo XXI?

El lema de la Feria del año 2019 era “Leer es vida”. Esa afirmación se encontró en nuestras mentes con el eco de decenas de amigas y amigos que al conocer sobre nuestro viaje concluyeron unívocamente: “viajar es vida”. Al parecer, existiría una especie de triangulo de sentido que conecta la vida, por un lado, con la lectura y, por el otro, con los viajes. Entonces se nos ocurrió pensar una manera de convocar ambas prácticas bajo una expresión habitable para la dos. De ahí nació la idea de “leer el mundo”.

La lectura y los viajes tienen un sustrato común que los comunica, son formas que utilizamos para conocer el mundo, informarnos sobre él, imaginarlo y recorrerlo. Leer no remite sólo a un acto formal de reconocimiento y decodificación de signos en un texto, sino que supone también la existencia de un otro, en ocasiones tácito, que es descubierto e interpretado de manera simultánea. Esto nos sugiere que la lectura nos abre a otros mundos, independientemente de su contenido. La lectura es, por sí misma, un viaje.
Y si la lectura es un viaje a otros mundos, los viajes son, entonces, una forma de leer el mundo. Sobre esa idea hemos intentado trabajar lo que el viaje significa para nosotros, zigzagueando y tratando de escapar a la capitalista idea de viaje por placer, tan masificada durante las últimas décadas. ¿Es posible viajar más allá del placer? Nosotros creemos que sí, pero, ¿vale la pena? Pensamos el viaje como una experiencia que te mantiene atento, siempre abierto a lo nuevo, a lo diferente, a aquello que al estar en contacto contigo te afecta y te transforma. El ser humano actual parece renunciar con el pasar de los años a su capacidad de sentir, a la posibilidad de seguir transformándose: cuando envejecemos llega un momento de cierre, de clausura, a partir del cual dejamos de ser afectados por el otro, y sólo nos reafirmamos a nosotros mismos (lo que creemos que somos). Viajar, así como la lectura de libros, es una de tantas estrategias para combatir ese cierre que opera sobre nosotros, para evitar morir en vida y seguir viviendo. Por eso queremos compartir, pero sobretodo reflexionar sobre nuestro viaje, para seguir afectando y abrirnos a ser afectados por quien nos escucha.

Viajar por (com)placer

Durante nuestros viajes nos hemos topado con cientos de viajeros y hemos observado que parece existir entre la mayoría de ellos una especie de itinerario común, tipo check list, que resume todo aquello que deben hacer en el destino a visitar. Su viaje por placer parece, al menos a primera vista, un viaje de trabajo cuyo cumplimiento se reporta a través de sus perfiles en las redes sociales en lugar del acostumbrado informe a un jefe directo. De ahí que, haciendo un juego de palabras, hemos descrito siempre este tipo de viaje como un viaje para complacer – a los otros - en lugar de un viaje para el placer propio.
Esta descripción no significa, por supuesto, que haya una ausencia total de placer en el viaje, pero intenta captar una dinámica que privilegia el cumplimiento de un determinado protocolo e itinerario de viaje por encima de la experiencia misma. En realidad, más que un viaje para complacer, pensamos este tipo de actividad como característica de un no-viaje, pues en lugar de abrir mundos, los cierra o simplemente los ignora. Es como si se efectuara un by-pass que le permite al turista, ya no viajero, saltar de una “atracción” a otra sin contaminarse con los habitantes y con el territorio que ella ocupa.
Diríamos entonces que este desplazamiento turístico poco tiene de lectura y, por tanto, poco tiene de viaje. Se trata de una experiencia repetida una y mil veces por millones de turistas día tras día, sobre la cual nada nuevo será dicho. Es una situación que no sólo limita la experiencia afectiva de quien se moviliza sino que también produce un saldo negativo en el territorio que visita, pues sus habitantes –cuando mucho- solo recibirán las sobras del reparto capitalista que usufructúa el turismo. El no-viaje establece una relación perder-perder que se encuentra encubierta por el mecanismo de explotación del capital, que refleja las ganancias macroeconómicas que pocos disfrutarán.

Lo que más nos ha preocupado, si cabe la palabra, es la ausencia de los afectos. Aquí un poco influenciados por la filosofía de Spinoza, nos parece que los no-viajes, o los viajes por (com)placer, son infecundos, incapaces de generar transformación, ni en quien se desplaza, ni en quien recibe. Y aquí, valga decir, no nos referimos a una transformación de carácter infraestructural y macroeconómica, sino a otra de carácter cultural-existencial, al dar cabida y abrir espacios para otros mundos. De forma que los no-viajes vendrían a perpetuar la diferencia que ha producido la desigualdad.
Esta última idea nos parece importante pues el no-viaje cumpliría una función de reproducción del sistema capitalista-imperial. La tarea de la industria turística pareciese justamente esa, la de resguardar y proteger, mantener la distancia suficiente para que la rueda siga girando. Cual gestión inmunitaria, el turismo purifica y limpia el camino para alejarse de toda contaminación. No se hace cargo la industria turística de la fuente de aquella contaminación, en este caso la desigualdad y la pobreza, sino que la evade, la ignora o la pone a su disposición.    
Quien queda complacido enteramente con el no-viaje es la industria turística y su indispensable socia, la industria mediática. Entre paquetes “todo incluido” y la última foto de Instagram, los sujetos son objetivados por el capital. Romper el bucle del no-viaje, significa apostar por un viaje que ponga en su horizonte las experiencias afectivas, pues estas serán las únicas capaces de romper con la diferencia que nos separa y nos relaciona a partir de guetos, estereotipos y prejuicios. Una lógica comunitaria que supere la lógica inmunitaria.

El intolerante “musulmán”

Transitar caminos imprevistos, caminar las ciudades y los pueblos, conversar con sus habitantes, sentarse y mirar su cotidianidad, sus mercados, su forma de relacionarse, su vida. Conocer al otro es, lo tenemos claro, una tarea siempre inconclusa, pendiente, pero su siempre inacabada labor no constituye un impedimento para que se vuelva un proyecto de vida. No se trata de una fetichización del otro, a quien ahora habría que ir a observar cual exótica criatura, más bien se trataría de observar lo que su presencia dice sobre nosotros, lo que informa del mundo que habitamos pero no compartimos.
Como sujetos occidentales racializados nos aparece difícil e incluso contraproducente relacionarnos con otros sujetos dominados. En esa matriz de poder, los “musulmanes” ocupan un lugar de riesgo particular, sobre todo a partir de su señalamiento tras los sucesos del 11 de septiembre. De ellos, Occidente sólo tiene constancia de su “extremismo”, bajo una lectura del mundo que plantea el inevitable “choque de civilizaciones” que el cerrado pensamiento islámico produciría. Viajar para un país con mayoría musulmana activa todas las alarmas e instala el miedo en el cuerpo occidentalizado. Su mejor estrategia es la evasión, si no de la gente, al menos de los temas controversiales, como la religión.

Confesamos que así fue nuestro primer acercamiento, temeroso y dubitativo. Ni siquiera era especialmente “difícil”, pues se trataba de una cosmopolita ciudad como Estambul, asimilada casi toda por Europa y, por tanto, leída como “tolerable” desde los ojos de Occidente. Nuestra primera sorpresa llegó cuando por la red social – couchsurfing - que utilizamos para compartir alojamiento e intercambio cultural con los locales, recibimos múltiples invitaciones tanto para acompañarnos a conocer la ciudad como para alojarnos. Veníamos de la “abierta”, “plural” y “democrática” Europa, cuna de las experiencias tipo couchsurfing, donde paradójicamente no habíamos conseguido alojamiento ni compañía alguna.
A medida que fuimos conociendo más y más personas, no sólo se fueron dispersando los miedos, sino que repentinamente nos encontrábamos en un espacio de confianza y re-conocimiento de esos que solemos resumir con la frase “parece que te conozco de toda la vida”. Y no era mentira, entre los “musulmanes” y nosotros, surgía una complicidad que nunca supimos encontrar con el europeo. De un momento a otro hablábamos del Ramadán, de las diferencias entre chiitas y sunitas, de la vida del Profeta y hasta del conflicto en el Kurdistán. De aquella presunción estereotipada ya no quedaba nada.
Se nos dijo, por supuesto, que Estambul era “diferente”, que la verdadera intolerancia musulmana la encontraríamos Turquía adentro, en sus pueblos menos expuestos a la aparentemente salvadora relación con Europa. Y aunque dicha narración tiene elementos de verdad, como lo es, por ejemplo, una mayor y más evidente profesión de la religión en las zonas remotas, se equivoca cuando nuevamente asume que la mayor fidelidad a las prácticas musulmanas se traduce en mayor intolerancia. Este relato constituye la justificación que Occidente ofrece para la inconsistencia que la relación afectiva pone de manifiesto, asimilando a los musulmanes de Estambul como “civilizados” por Europa y al resto de Turquía (y de los musulmanes) como territorios postergados.

El desorden vietnamita   

De alguna manera u otra, Vietnam se convirtió en el imaginario Occidental de finales del siglo pasado en un país desordenado y caótico. En general, los países englobados bajo la idea de “Sudeste asiático” fueron proyectados como sucios, caóticos y contaminados. No parece haber turista europeo que no conozca una persona que haya sufrido diarrea en alguno de estos países. Y aunque para mucho de ello pueda haber argumentos, no deja de ser esta la mirada del Occidente que define y clasifica.
Cuando llegamos a Vietnam nos recibieron unos amigos y compatriotas. Enseguida nos explicaron que el país se mueve en moto, y nos ofrecieron una. Habíamos visto en fotografía las caravanas de miles y miles de motos por las calles de Hanoi y de Ho Chi Ming, razón por la cual la primera reacción fue de prudencia, no sólo por la falta de práctica motorizada sino principalmente por los riesgos de manejar en ese mar de motos en un país que, desde nuestra estereotipada mirada, no tenía el más mínimo respeto por el otro. Aún así, salimos al ruedo.
Para acostumbrarnos tomamos primero vías relativamente fáciles, con poca circulación de vehículos; pero no había terminado el día cuando ya estábamos en medio de cientos de motos. De repente, el excesivo cuidado casi nos vuelve causa de una múltiple colisión. Resulta que, a diferencia del modelo de manejo occidental en el que cada quien vela por sus propios intereses, obligando a frenar y voltear antes de cualquier movimiento, la estrategia de manejo motorizado en Vietnam se basa en la confianza colectiva, el que desconfía pierde.

Lo que desde Occidente hemos visto como desorden motorizado realmente responde a una lógica inconcebible por nosotros. Las motos de Vietnam conforman un cardumen que respeta cada movimiento particular de la misma forma que respeta la totalidad. Cuando una requiere doblar en una esquina o salir de circulación para ingresar a un estacionamiento, simplemente inicia su movimiento en aquella dirección, informando al resto de su objetivo, para que así ocupen el lugar que ella deja. No hace falta si quiera voltear, las motos que te rodean responden sincronizadamente al movimiento.
Nuestra disposición a ser afectados y la apertura vigorizada por la experiencia del viaje, nos habilitó para comprender y escuchar al otro desde su experiencia. Sin embargo, los pocos europeos y estadounidenses que conocimos y que se atrevieron a alquilar una motocicleta, no paraban de relatar su mala experiencia, su completa incomprensión por la forma en que el tránsito motorizado se desarrolla en Vietnam. El reclamo más reiterado se refería a una supuesta desatención por el otro, que se verificaba al no voltear antes de cada movimiento. Esta era leída como una forma individualista o egocéntrica de conducción, contraria al “respeto” y “consideración” del europeo. No parecían advertir el paradigma inmunitario, basado en el miedo al otro, que su análisis evidenciaba.
No bastaría, entonces, con experimentar la vida del otro. Para poder comprenderlo haría falta una comprometida disposición de apertura, un saber callar y un saber escuchar. Lo contrario limita el encuentro a la protectora e inmunitaria reafirmación de sí mismo. La industria turística también sabe andar en moto.

Cierre con intención de apertura

Viajar por placer, bajo la egida de la industria turística no es viajar, es recorrer el mundo de forma ascética, prístina, pura, sin riesgo alguno de transformación. El viaje, para ser tal, debe tener la facultad de abrir nuevos mundos. No se trata acá de encauzar un modelo ideal de viaje anticipable y ordenable, sino de todo lo contrario, invocar un viaje auténtico no sujeto a las lógicas del capital y no reproducible. Así como una película puede ser vista múltiples veces y adquirir en cada uno de ellas nuevos sentidos y fuerzas, cada viaje resulta irrepetible, de modo que un nuevo recorrido por el mismo territorio debe ser capaz de alojar nuevas huellas y marcas en nosotros.
Luego de unos cincuenta países en cuatro continentes, nuestra experiencia nos informa de una limitada posibilidad de viajar, ahora exponenciada por la pandemia del coronavirus. Los límites trascienden lo económico y lo logístico, pues están más vinculados con un miedo al otro, y una necesidad de visitarlo con precaución e inmunidad adquirida. No parece haber en la actualidad interés por hacer posible un viaje, al contrario, parece haber interés de segmentar y separar más las experiencias, cual paquete reproducible y masificable.

Por tal razón, apuntamos no a la fetichización del viaje mochilero, sino al des-cubrimiento de su trascendencia originaria, que no era otra que la de ser afectado por el mundo, es decir, que tras el retorno de la experiencia de viaje, siempre seamos otro. El viaje como experiencia para el encuentro afectivo y transformador. ║

 

www.librevista.com, nº49, octubre 2022

 

[1] Oscar Augusto Lloreda Oliveros nació en Caracas un 18 de agosto, en el mismo año del tristemente recordado "viernes negro" y de los juegos panamericanos en Venezuela. Quizás tal coincidencia haya configurado dos de sus principales intereses en la vida: la política y el deporte. Si bien el orden del capital insiste en separar estas dimensiones, queda claro que esta es apenas una ilusión; sin embargo, al inicio del proceso político liderado por Hugo Chávez tuvo que decidir entre continuar su prometedora carrera como beisbolista en los Estados Unidos o acompañar la incipiente Revolución Bolivariana. Tras un tiempo en Estados Unidos, decidió regresar a formarse en su país, donde estudió en las tres principales casas de estudio: Universidad Central de Venezuela, Universidad Católica Andrés Bello y Universidad Simón Bolívar. El béisbol y el deporte en general, sin ser abandonados, quedaron relegados a un segundo plano en comparación con el ejercicio político y académico. La sequía de triunfos de su equipo del alma, Tiburones de La Guaira, que hoy suma más de 35 años sin campeonatos, habrá facilitado la decisión. Su in-disciplina lo ha llevado a interrogar el mundo desde filosofías no-modernas, como Ubuntu, Sumak Kawsay, Taoismo y los Budismos, así como desde el propio pensamiento crítico de la Modernidad, particularmente desde Spinoza, Nietzsche y Marx.  A partir de su trabajo como investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos en la década pasada, se ha propuesto desarrollar lo que ha llamado el "proyecto des-comunal", una formulación político-filosófica que busca ir más allá de la moderna categoría de lo común, y cuyo horizonte de sentido se articula tanto con la idea de racionalidad de la vida del amauta Bautista Segales como con la primigenia idea de que "todos los seres vivos somos uno".  

Carla Karina Zambrano Van Bochove, nacida en Maracaibo y criada desde pequeña en Caracas. Su pasión por la aventura y los viajes se encuentra íntimamente ligada al primer salto en paracaídas de su padre, ocurrido cuando tenía unos seis años, sobre el cual guarda privilegiados recuerdos desde el avión. Su dilatada carrera profesional como comunicadora social se ha compaginado con sus habilidades culinarias y su interés gastronómico. Los olores y sabores del mundo, re-conocidos durante sus viajes de mochilera, le han llevado a soñar con un proyecto cultural que define como un laboratorio de afectos gastronómicos y cuyo tentativo nombre es "Paladar mundial 360". Tan sólo sus amigas y amigos más cercanos han disfrutado hasta ahora de las suculentas recetas con aroma extranjero que prepara. De la cocina al teclado, ha sido reconocida en Venezuela con el Premio Nacional de Periodismo 2017, mención investigación, por su trabajo de maestría realizado en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en Quito, Ecuador. Su avidez creativa le ha llevado a involucrarse en el mundo del diseño gráfico, el cual disfruta a plenitud; mientras las apremiantes necesidades económicas de los tiempos pandémicos le han hecho transformarse el último año en una debutante y prometedora asesora inmobiliaria.

 

 

 

 

 

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